Ignacio Varela-El Confidencial
¿Desde cuándo sabe el Gobierno que tiene que elaborar un proyecto de Presupuestos en un contexto dominado por la pandemia, lo que convierte en inservible su programa fundacional?
Es de puro sentido común que Pablo Iglesias recuerde que en un Ejecutivo de coalición los dos partidos gubernamentales deben acordar entre ellos antes de negociar con otros. Lo extraordinario es que, con un país en riesgo de bancarrota, plantee la cuestión el 31 de agosto. Me pregunto qué asuntos de mayor calado han ocupado su atención durante los últimos meses.
¿Desde cuándo sabe el Gobierno que tiene que elaborar un proyecto de Presupuestos en un contexto dominado por la pandemia y la depresión económica, lo que convierte en inservible su programa fundacional? ¿Desde cuándo conoce los términos insoslayables que la Unión Europea fijó para acceder al fondo de recuperación? ¿Cuándo adivinaron que para este viaje no contarían con los aliados del extremismo nacionalista? Finalmente, ¿cuándo descubrieron Iglesias y Sánchez que el curso político comienza en septiembre?
El presidente del Gobierno tiene una cita muy próxima en Bruselas. Está obligado a presentarse allí con un plan completo de reformas y proyectos, y con un proyecto presupuestario que responda cabalmente al cataclismo económico que vivimos y tenga garantizada una mayoría parlamentaria de respaldo. Sin eso, el grifo se cerrará y España caerá al abismo. Hoy, la Unión Europea es lo único que nos salva de ser un Estado fallido.
Esta es la hora en que se desconoce que exista siquiera un boceto del plan de reformas. Cabe suponer que no se pretenderá convalidar el techo de gasto que se coló de matute en febrero, que ya entonces era fantasioso. Y más allá del rosario de vacuidades y moralinas del discurso presidencial, está por mostrarse el primer número de los Presupuestos más trascendentales de nuestra historia moderna.
Hoy acudirán a la Moncloa los líderes del Partido Popular y de Ciudadanos. Ya que se les requiere —en el segundo caso, con más sinceridad que en el primero— que “arrimen el hombro”, parece lícito esperar que se les precise dónde deberían arrimarlo. Es de imaginar la perplejidad de Casado y Arrimadas al enterarse de que el Gobierno ni siquiera ha definido internamente la orientación básica de aquello para lo que se les reclama apoyo a ciegas. Nunca un Presupuesto fue tan perentorio y vital para este país y jamás fue tratado por un Gobierno con tan indolente frivolidad.
En realidad, lo que sucede con los Presupuestos —y con todo lo que se refiere a la crisis económica— está sucediendo también con casi todo lo que es importante en España. El mundo se pregunta por qué España viene respondiendo a todas las crisis peor que nadie. La respuesta es múltiple, pero hay un hecho diferencial español que atraviesa todos los problemas: sus gobernantes han adquirido la costumbre de llegar tarde a todas las citas.
Ahora entramos desarmados en un otoño que se presiente trágico, con los partidos y los gobiernos más ocupados en sacudirse las culpas
Esta recesión está cantada desde hace meses, bastaba con haber escuchado al gobernador del Banco de España cuando la anticipó con quirúrgica precisión. Pero lo mismo pasa con la pandemia. El consenso científico es que España está fracasando en la lucha contra el virus y que una de las causas principales es que sus autoridades llegaron tarde a la primera ola y lo han repetido en la segunda. Tras una desescalada apresurada, llegaron los esperados rebrotes sin que nada estuviera preparado: ni los test, ni los sistemas de rastreo, ni las reformas legislativas ni los mecanismos de coordinación. Por salvar el verano, se puso en peligro la salud pública y se arruinaron las dos cosas. Ahora entramos desarmados en un otoño que se presiente trágico, con los partidos y los gobiernos más ocupados en sacudirse las culpas que en hacerse cargo del problema.
Algo similar sucede con la reapertura de colegios y universidades. El curso lectivo también tiene la fastidiosa costumbre de empezar en septiembre; una circunstancia de la que desde hace meses son agudamente conscientes todos los padres y profesores, pero que parece haber sorprendido a la ministra de Educación y a los gobiernos autonómicos. Como les sorprenderá cuando empiecen a extenderse los contagios en los centros escolares —lo que alterará por completo el orden familiar y laboral— y haya que improvisar un inexistente plan de contingencia. Es desolador ver a los gobernantes —cada uno por su cuenta— inventando planes a una semana del principio de curso. Tras suspender en junio y tumbarse a la bartola en agosto, apuran desesperadamente las últimas horas antes del examen de septiembre.
Podría seguir el repaso. Los sucesivos gobiernos y la propia Casa Real son conscientes desde hace años de que las demasías del rey Juan Carlos, sobradamente conocidas, terminarían por estallar, provocando una crisis institucional de gran envergadura. Sin embargo, la gestión del episodio ha mostrado un grado preocupante de repentización (eufemismo benévolo de chapuza).
Todo esto pasa, en primer lugar, por la polarización, el veneno que ha infectado la política española cuando más concertación se necesita. El espíritu sectario del ‘no es no’, que comenzó siendo una artimaña burriciega de Pedro Sánchez, se ha convertido en un rasgo de nuestra cultura política. Se arrojan vetos preventivos o se exigen adhesiones anticipadas a los Presupuestos antes de saberse nada sobre su contenido: parece importar mucho más el con quién (sobre todo, con quién no) que el qué, el reparto de la película que el guion.
Ahora pagamos los efectos de un lustro perdido por el bloqueo político. Tirar cinco años a la papelera no puede ser inocuo para un país. Las reformas congeladas, las deficiencias estructurales embalsadas, el deterioro consentido de las instituciones, la parálisis legislativa emergen ahora vindicativamente para ponernos ante el espejo de la desnudez con que afrontamos esta ciclogénesis explosiva de todas las crisis juntas.
Aquí y ahora se dedica mucho más tiempo y esfuerzo a la política que a las políticas, a vencer que a hacer, al ‘marketing’ que a la gestión, a retratar al otro que a cumplir con la tarea propia.
Hay un desfase esencial, categórico, entre la tarea que España tiene ante sí y la herramienta de gobierno de la que dispone. No se puede emprender el camino de la salvación nacional con un Gobierno genéticamente cismático, engendrado por, desde y para la confrontación.
Además, los dirigentes políticos y sus consultores han decidido que jamás hay que anticipar los problemas ni dar malas noticias a la sociedad. No es solo que traten a los ciudadanos como niños, es que ellos mismos se han infantilizado, rehusando admitir la existencia de un problema hasta que este los atropella. Es mucho más peligroso ese negacionismo de los gobernantes que el de los chiflados terraplanistas que afirman que el virus no existe.
La experiencia enseña que hay problemas cuya única solución es no crearlos o anticiparse a ellos. Después de la negligencia, ya no quedan soluciones sino paliativos. En eso estamos.