EL CORREO 02/03/14
J. M. RUIZ SOROA
· El estado de alarma que decretó el Gobierno en 2010 fue un abuso de la Constitución para lograr un beneficio empresarial en una disputa laboral
La ficción puede pasar por realidad si un medio dotado de credibilidad la cuenta de manera adecuada y, además, engarza con la predisposición del público a sospechar de la versión oficial. Jordi Évole ha realizado una buena demostración de ello en su reciente recreación ficticia de otro 23-F, que llevó a muchos espectadores a tomar por cierto lo narrado por las cámaras a pesar de ser contradictorio con la realidad histórica vivida y contrastada por ellos mismos.
La resonancia obtenida por este reciente episodio de ilusionismo catódico hace más chocante aún que el más fastuoso ejercicio de prestidigitación llevado a cabo en España desde el poder político y mediático siga pasando desapercibido. Y, sin embargo, lo de Jordi Évole es una nimiedad si lo comparamos con la puesta en escena que hace tres años se desarrolló ante nuestros ojos, montada al unísono por la Administración y los medios, con intervención del Congreso y todo. Una charada que hoy se puede ya destripar con seguridad.
Sucedió que tal que un 4 de diciembre de 2010, en pleno puente de la Inmaculada, el BOE publicó un real decreto que declaraba el ‘estado de alarma’ inmediato debido a una «calamidad pública» que impedía a los ciudadanos ejercer el derecho fundamental a la libre circulación; en concreto, por «el abandono de sus obligaciones por parte de los controladores civiles de tránsito aéreo». Para restablecer el orden alterado, el real decreto militarizó a los controladores, limitando parte esencial de sus derechos individuales al someterles a las leyes y la disciplina militares.
Los controladores eran unos tipos francamente antipáticos, a los que se había dotado previamente de una aureola odiosa por la Administración y los medios, los cuales se lanzaron entusiasmados al ejercicio de demonizarlos por haber abandonado sus puestos de trabajo.
El entonces presidente del Gobierno, solemne como siempre, y declarándose consciente de la gravedad constitucional de la medida adoptada, la justificó en el hecho de que la actitud de los controladores era «un desafío al orden democrático» que implicaba «tomar a los ciudadanos como rehenes». Apuntó, eso sí, que «serían los tribunales los que señalasen a los culpables del caos».
Pues bien, hétenos aquí que tres años después, los ya veinte (20) juzgados de Instrucción que hasta ahora se han pronunciado sobre los hechos, con absoluta unanimidad, han sobreseído las diligencias penales contra los controladores. Y no lo han hecho por valorar atípica su conducta, no, sino porque han comprobado que «nunca existió abandono, ni individual ni colectivo, de sus obligaciones por parte de los controladores, que estuvieron siempre a disposición de Aena, la empresa pública que gestiona el servicio». Es decir, que el hecho legitimador del estado de alarma, «el abandono colectivo súbito y simultáneo de sus puestos de trabajo», no existió en la realidad. «El espacio aéreo no se cerró por falta de controladores, sino por una decisión de Aena a pesar de que contaba con varios aeropuertos en pleno funcionamiento y otros que podían prestar al menos servicios mínimos… Estamos ante una decisión política de quien tenía competencia para ello… Ni los controladores habían acordado abandonar masivamente su puesto de trabajo ni tenían un plan para cerrar el espacio aéreo» (auto del juzgado de Santiago).
La única verdad que se deduce es la de que fueron el Ministerio y Aena los que llevaron su pulso con los controladores tan lejos que no les importó cerrar el espacio aéreo si con ello conseguían criminalizar a los controladores ante la opinión y quebrar así la defensa encarnizada que éstos hacían de sus (antipáticos) derechos adquiridos.
Lo de menos es el aspecto jurídico estricto, eso es ya pura anécdota, lo relevante es que los tribunales han declarado que los hechos alegados por el Gobierno para declarar el estado de alarma no existieron en la forma en que los expuso el real decreto. Ni de lejos. Que el responsable del caos fue Aena, es decir, el Ministerio de Transportes. Que no fueron los controladores los que ‘tomaron como rehenes’ a los ciudadanos, sino la Administración pública.
Esto significa en el plano político que la limitación de derechos constitucionales, la medida más grave que cabe en una democracia, fue adoptada sobre la base de unos datos manipulados por la empresa pública de navegación aérea y por el ministro de Fomento para hacerlos pasar por lo que no eran. Quizás el resto del Gobierno estaba al tanto de la jugada, quizás fue sorprendido en su buena fe, en ambos casos resulta estremecedor lo sucedido: se abusó de la Constitución para obtener un beneficio empresarial en una disputa laboral. Y el Congreso lo convalidó sin revisar la versión oficial.
Y los medios, todos los medios, comulgaron con la verdad que venía del Gobierno y la difundieron entre el público, sin cuestionarse en momento alguno la posibilidad de su manipulación. Tenían delante a cientos de controladores para escuchar su verdad, pero no lo hicieron. Era mucho más bonita y popular la versión oficial.
Es tarde para pedir responsabilidades políticas, pero no lo es para sacar a la plaza pública un caso tan escandaloso de fraude a la realidad y burla a la Constitución como éste. Y para preguntarse por qué no hay un Jordi Évole que lo narre. Porque es un caso real, no una ficción novelada. El caso del país que se tragó entero una versión oficial bien contada y cuyas instituciones representativas no fueron capaces de detectar la ficción.