DAVID GISTAU, ABC – 01/06/15
· Durante esos pocos minutos del sábado me supuso un alivio saber que no estoy cerca de los cavernícolas del odio.
Uno de los mayores logros de la dictadura de la hipersensibilidad nacionalista es que sus símbolos son sagrados, y ay de quien los ofenda así sea con un chiste, mientras que los de los españoles sólo sirven para que los demás podamos demostrar cuán demócratas somos consintiendo su vejación. Esto explica, por cierto, uno de los mayores fracasos de la Transición: que la identidad española quedara asociada a la franquista y que todavía ahora, dos o tres generaciones después, exista un pudor que impide defenderla y vindicar el derecho a sus propios perímetros de respeto. Nadie pide esto sin quedar estigmatizado como facha tremendo.
Con todo, lo sucedido el sábado tiene consecuencias positivas porque nos concede una pequeña emoción de agraviados a quienes solemos quedarnos más bien fríos cuando la nación se pone a flamear. La marcha granadera no es precisamente el tipo de pieza musical que llevamos en el iPod, donde sí están, en cambio, la versión de las barras y estrellas de Jimi Hendrix en Woodstock y la apertura de un concierto de Queen en Wembley con Brian May tocando con la guitarra eléctrica el «God Save The Queen». Admitimos la poquedad del himno español incluso ante «La Marsellesa», cuya composición fue elegida por Stefan Zweig como uno de los momentos estelares de la humanidad.
Pero todas estas inferioridades histórico-musicales quedan relegadas cuando ese himno cobra un sentido nuevo sólo porque lo vejan personas que se han quedado en un estado evolutivo más cercano a la cueva y al odio primario que, por ejemplo, el jefe de Estado que aguanta el insulto a un país entero sin inmutarse y sin perder la educación. Momentos como el del sábado son recordatorios del sentido de pertenencia. Dicho de otra manera, ¿a qué parte del estadio le hubiera gustado pertenecer, al que utilizó en una enorme pancarta un lema etarra para convertir un equipo de fútbol en alegoría terrorista? ¿Qué político o estadista le habría gustado pensar que lo representa a usted, el que, ante la violencia verbal, sonreía muy taimado como si la emboscada planeada le hubiera salido perfecta, o el que a su lado demostraba compostura ante cien mil odiadores?
Por eso digo que acontecimientos como el del sábado a veces sacuden letargos. Me pongo como ejemplo. No soy un patriota –ni siquiera soy por completo un español–. Cuando suena el himno, me quedo tan sentado como Brassens. Y no soy monárquico. Pero durante esos pocos minutos del sábado me supuso un alivio saber que no estoy cerca de los cavernícolas del odio y el territorio sagrado, sino de esa España y de ese Rey que entre otras cosas permiten a los cavernícolas serlo.
Lo único que no entiendo es por qué la Reina, un poco como Clark Kent, desaparece cada vez que hay lío y el rey debe superar un trance difícil, de los que no se solventan sólo con un corte Bob. Si recordamos a Sofía en Guernica en 1981, tal vez comencemos a ver cuáles son las diferencias entre una reina que apechuga y una «It-Girl» coronada.
DAVID GISTAU, ABC – 01/06/15