Ignacio Camacho-ABC
- Cuando el poder no se justifica ante nadie, la democracia deja de ser un contrato entre representados y representantes
Cuando Pedro Sánchez dijo aquello de hacer de la necesidad virtud omitió explicar de quién era la necesidad. Ahora María Jesús Montero justifica los privilegios fiscales para Cataluña, sin concretar aún cómo se van a plasmar, en otra supuesta obligación de «satisfacer la demanda de autogobierno». Obligada, ella sí, a romperse la cintura para justificar su rotunda negación anterior de lo que su partido ha acabado firmando, aplica el manual sanchista de echarle cara al asunto y al tiempo retar al adversario. Al menos el presidente admitió que «cambiaba de opinión» para suavizar la evidencia de sus continuos engaños. Su discípula y brazo derecho, sin embargo, todavía tiene dificultades para acoplarse a los volantazos y por el momento se agarra al argumentario de catálogo para salir del paso.
La pregunta por contestar es por qué hay que satisfacer la demanda de autogobierno de los separatistas catalanes, como antes era la de quién necesitaba la amnistía para perpetuarse. Y la respuesta real siempre es la misma porque siempre es el mismo el que paga –con dinero y con derechos de los españoles– el rescate del chantaje. Pero los socialistas no necesitan explicarse; cuentan con la anuencia previa de sus votantes y al resto no se dignan hablarle. La democracia como contrato de palabra entre representados y representantes ha dejado de existir en términos generales para volverse un sistema literalmente inefable: el poder se interpreta y se define por sí mismo sin relacionarse con nadie.
Una de las características más llamativas del sanchismo es su estatus de inmunidad política. Sus partidarios no sólo absuelven sus contradicciones, piruetas y mentiras, sino que aceptan y asumen sin rechistar los que les digan, y sus terminales de opinión divulgan y defienden con entusiasmo sus consignas por mucho que rechinen en cualquier conciencia intelectiva. Liberado así de cualquier límite moral o de coherencia, sólo tiene que responder por ahora ante la justicia, y ya veremos cuánto tarda en procurarse unos tribunales a su medida. Es preciso reconocer el mérito que implica la obtención de esa obsequiosa voluntad asertiva, lograda gracias al hipnotismo social que suscita la mágica palabra ‘progresista’.
El Gobierno está a dos minutos, o a dos semanas, de sostener que la soberanía fiscal catalana será provechosa, incluso lucrativa, para el conjunto de la nación entera, y su trompetería mediática ponderará sus cualidades benéficas preguntándose cómo ha habido que esperar tanto para establecerla. Montero sacará todo su desparpajo para darle la vuelta a sus propias cuentas autofelicitándose de su habilidad aritmética. Y la feligresía validará sin problemas toda la habitual quincalla dialéctica, sabedor, como el Ejecutivo, de cuál es la explicación única y verdadera: la necesidad, esta sí obvia, de hacer lo que sea para evitar que gobierne la derecha.