ABC 15/07/16
IGNACIO CAMACHO
· La perspectiva de nuevas elecciones obliga a recordar que las de junio fueron un aviso contra la frivolidad política
EL semestre de bloqueo deja una conclusión antipática: estas cosas no pasaban en el bipartidismo. Gobernaba el partido más votado (que casi siempre era el PSOE, qué tiempos), los pactos se fraguaban en quince o veinte días y los grandes asuntos de Estado, desde la lucha antiterrorista a la política exterior, gozaban de la protección de un consenso más o menos razonable. El abuso de la partitocracia generó una sensación de impunidad que necesitaba una catarsis porque se acabó volviendo asfixiante, pero en punto a estabilidad no había comparación con este descalzaperros en el que los nuevos partidos aún no han demostrado capacidad de adaptarse.
El gran acierto de la llamada «nueva política» ha sido la creación de un relato catastrofista a partir del exceso desparramado en aquellos años de burbujas que un corrupto de la trama Púnica definió como la «época loca». Pero en vez de un proyecto de regeneración triunfó mayoritariamente el discurso nihilista, una impugnación global que ha provocado el surgimiento de un discurso de ruptura. Esa hiperbólica narrativa de la devastación identificó los males del país con el turnismo a través del hallazgo semántico de la casta. Sin embargo, y pese a la amplificación mediática de la soflama radical, los actores recién llegados minusvaloraron la resistencia del viejo orden, el arraigo social del sistema bipartidista. El resultado es esta especie de empate infinito en el que los antiguos agentes políticos sobreviven mal que bien al desgaste y los nuevos no acaban de imponerse. Peor aún: el pragmatismo de los partidos dinásticos se ha mellado en su eficacia mientras sus flamantes oponentes exhiben una inquietante superficialidad ausente de rigor y volcada en lo anecdótico. Las estrategias de Estado han desaparecido porque unos carecen de credibilidad y de peso específico para establecerlas y los otros simplemente no han tenido tiempo ni interés en desarrollarlas.
La ligereza con que se habla de nuevas elecciones obliga a recordar que las de junio fueron un aviso contra la micropolítica, contra la insustancialidad de las retóricas del espectáculo. La inflamada facundia televisiva que levantaba audiencias se está demostrando incompetente para construir soluciones y mucha gente ha vuelto con la nariz tapada a refugiarse bajo el manto raído de la experiencia ante el narcisismo estéril de los becarios. Otro semestre de inoperancia y falta de compromisos puede provocar un mayor reagrupamiento defensivo en torno a las estructuras que, aunque corroídas por la fatiga de materiales y un severo deterioro reputacional, proporcionaban al menos cierta funcionalidad utilitaria. La política volátil avienta pronto los prestigios precipitados. Y empieza a haber muchos ciudadanos resignadamente inclinados a preferir lo malo conocido a esta frívola petulancia sin resultados que también se ha dado a conocer demasiado rápido.