Juan Van-Halen-El Debate
  • Al ministro puede o no gustarle la tauromaquia, pero su gusto no debe imponerse. Es obligatorio aceptar lo que no le agrada. Y si no le gustase el teatro, ¿lo prohibiría? Urtasun se merece el apelativo de «estulto» que dedicó Sánchez a Pablo Iglesias

La vieja polémica entre si todo lo que no está prohibido está permitido o si lo que no está permitido se considera prohibido dio mucho juego en el siglo XX. Si atendemos al Derecho, fue célebre el enfrentamiento dialéctico entre Hans Kelsen y Carl Schmitt en 1931. El profesor Curcó Cobos considera la polémica: «una batalla entre dos modelos alternativos de racionalidad política y moral. Uno es el antiguo (reivindicado por Schmitt) y otro el moderno (defendido por Kelsen)». Se trataba de las reformas constitucionales.

El enfrentamiento argumental de dos cumbres jurídicas del pasado siglo hizo historia. Schmitt entendía la reforma constitucional desde decisiones políticas, basada en que expresaban la voluntad popular, y Kelsen concebía esa reforma alejada de contenidos que no fueran jurídicos. Seguro que Conde-Pumpido se alinearía con Schmitt.

Mucho después, el libanés Nassim Taleb consiguió éxito como autor de ensayos inteligentes con las contradicciones de lo cotidiano como fondo. Utilizó el término «cisne negro» en uno de sus libros superventas para designar a eventos de calado que no han ocurrido, pero que podemos predecir. Para él, los acontecimientos raros nos dominan en un tiempo habitado por la incertidumbre que no llegamos, y acaso no llegaremos nunca, a comprender. Para Taleb es difícil evitar la ingenuidad, inútil planificar incluso un viaje, y perder el tiempo pronosticar el futuro, por más cercano que sea.

A Taleb no pocos le sitúan en la estela del primer Kelsen, aunque ajeno a sus reflexiones sobre carencias en el Derecho. De ahí lo apuntado sobre lo prohibido y lo permitido, que se apuntalaría en según quién lo decida y a quiénes se aplique. En España, con el Gobierno de Sánchez que padecemos sin rechistar, decisiones personalísimas de ministros se convierten, de hecho, en normas de obligado cumplimiento. Natural en un progresismo que enseña cada vez más la patita autocrática. Para eso abusa del decreto ley en materias que jurídicamente escapan a esa socorrida y cómoda vía.

A menudo viene bien recurrir a ejemplos. En el equipo de Sánchez hay personajes repelentes; no descubro nada. Lo relevante es que uno de esos tipos sea el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, eurodiputado al tercer intento, diplomático con una trayectoria amparada por excedencias, portavoz de Sumar. Entre las funciones de su ministerio destacan: «la propuesta y ejecución de la política del Gobierno en materia de promoción, protección y difusión del patrimonio histórico español, de los museos estatales (…) así como la promoción y difusión de la cultura española».

De familia navarra, nieto de Jesús Urtasun Sarasíbar, destacado falangista de Estella, herido en la Guerra Civil, que recibió de manos de Franco la Medalla de Sufrimiento por la Patria y una pensión vitalicia. El hoy ministro militó en Iniciativa por Cataluña, pero antes de pasar un año desde que, en 2019, ese partido tuviese un revés judicial por una deuda de 9,2 millones de euros, participó en la fundación de Esquerra Verda. Su ideología: Ecosocialismo, ecología política, catalanismo, republicanismo, ecofeminismo, municipalismo, internacionalismo. No le falta de nada.

El ministro Urtasun quiere «superar» el «marco colonial» y las «inercias etnocéntricas» (las otras no), por lo que ideó un reparto de obras de arte de los museos estatales que dependen de él. Fue acusado de «comprar la leyenda negra». Declinó la invitación de Francia para asistir a la reapertura de Notre Dame; claro, era una catedral. España se quedó sin representación institucional en París, pese a que él se educó en el exclusivo Liceo Francés de Barcelona.

Y llegamos a la relación de Urtasun con lo prohibido y lo obligatorio: su condición de antitaurino. Prohibió el Premio Nacional de Tauromaquia, contraviniendo la ley 18/2013, de la tauromaquia como patrimonio cultural. Su motivo: «una mayoría de españoles no comparte el maltrato animal». ¿Los ha contado o ese dato es tan cierto como los parados que cuenta su jefa Yolanda? Al ministro puede o no gustarle la tauromaquia, pero su gusto no debe imponerse. Es obligatorio aceptar lo que no le agrada. Y si no le gustase el teatro, ¿lo prohibiría? Urtasun se merece el apelativo de «estulto» que dedicó Sánchez a Pablo Iglesias. He conocido a muchos diplomáticos en mi vida, pero como Urtasun, no.