José Luis Zubizarreta-El Correo
Convendría olvidar la grandilocuencia y el deseo de pasar a la historia y buscar un acuerdo que tenga en cuenta la pluralidad
La política tiene especial querencia por expresiones grandilocuentes. Cree que, cuanto más rotunda y solemne sea una palabra, mejor logrará su objetivo y antes se convertirá en lapidaria para la posteridad. De esas palabras grandilocuentes está llena la historia de cada país. Todas con mayúscula y precedidas del artículo determinado. La Reconquista, el Descubrimiento o el Dos de Mayo son algunas de las que se han grabado en la memoria del español. A todo político le gustaría quedar para la Historia como autor de una que evoque un hito o mito imborrable. Y, si no es capaz de alcanzarlo, excavará en el pasado para rescatar otra de cuya reedición pueda apropiarse. La copia recibirá así al menos un tenue reflejo del halo de gloria que rodea a la original.
Nuestra actual generación política parece haber optado por la segunda opción, incapaz, por lo visto, de dar con una palabra propia que la encumbre. Así, en estos días de temor y temblor que vivimos y que son los que más invitan a la grandilocuencia, el Gobierno se ha decidido por la reedición de palabras y expresiones que entre nosotros han logrado especial reconocimiento. El presidente ya había tanteado la apropiación de frases churchillianas o kennedianas para adornar los prolijos discursos con que se dirige a la nación una o dos veces por semana. Pero, por fin, se ha atrevido a apropiarse de dos complejos semánticos que, entre los españoles, uno, y entre los europeos, otro, se han ganado particular aprecio popular: los Pactos de La Moncloa y el Plan Marshall. Basta con pronunciarlos para provocar su inmediata aprobación.
Esta ambiciosa decisión puede tener, sin embargo, efectos perversos. Por varias razones. Primero, su pretenciosidad. Ambas expresiones tienen carácter antonomástico y no se dejan fácilmente reeditar. Y es mejor que así sea. Han quedado en el recuerdo como hitos históricos cuya reedición les quitaría el lustre que merecieron en su día. Son de algún modo irrepetibles. En segundo lugar, su apropiación por los actuales dirigentes no concuerda con la realidad de los hechos. En el caso del Plan Marshall es evidente. De lo que ahora hablamos es de un compromiso de la UE con su propio y común rescate. El Plan evoca, por el contrario, el protagonismo de EEUU en la reconstrucción de los países europeos devastados por la guerra. Si bien ambos casos coinciden en que la solidaridad se mezcla con el interés.
Sánchez se ha atrevido a apropiarse de dos hitos como los Pactos de La Moncloa y el Plan Marshall
En cuanto a los Pactos de La Moncloa, nada tiene que ver aquella situación con la que hoy atravesamos. En plena transición de la dictadura a la democracia, sin siquiera Constitución ni comunidades autónomas, con secuestros y asesinatos de uno y otro lado y con un derrumbe económico que podían dar al traste con el intento, los partidos, de cualquier tendencia que fueren, sólo tenían que sentirse democráticos para aceptar el envite que el presidente Suárez les lanzaba. Era cuestión de asentar o dejar caer la democracia. A la situación actual no le falta gravedad, pero no es de la misma intensidad ni condición. No resulta, pues, extraño que algunos hayan percibido en la repetición de tales palabras un tufillo de propaganda que resta posibilidades de éxito a la propuesta.
La intención es, sin embargo, loable y el objetivo, inobjetable. Sólo le falta una pizca de humildad. El comportamiento hasta ahora un tanto prepotente del Gobierno y la falta de sentido de Estado que está demostrando la oposición -con la excepción, esta vez, de Ciudadanos- demandan actitudes igualmente ambiciosas en sus objetivos, pero más modestas en su envoltorio. Los nombres que los pactos merezcan, si se logran, los pondrán otros y a posteriori. Lo urgente ahora es lograr una posición común ante la UE, que, por su solidez, refuerce, y no debilite, la del Gobierno. Luego, tras ‘captar la benevolencia’, como dirían los clásicos, de los líderes de la oposición y presidentes de las CCAA mediante contactos frecuentes y discretos, al Ejecutivo le corresponderá avanzar un listado de asuntos y propuestas que cuenten de entrada con probabilidades de viabilidad y tengan para ello en cuenta la pluralidad de ideas e intereses que domina nuestra política. La gravedad de la situación juega a favor del acuerdo. Quien pretenda inhibirse será reprobado. Y aquí, la opinión pública y los medios desempeñarán un papel determinante. Olvídense, pues, la grandilocuencia y el deseo de pasar a la historia, y concédase el valor que merecen a las ideas de los otros. En una sociedad democrática, lo mejor es el mayor enemigo de lo bueno. No se deje, pues, de hacer lo menos por no poder hacer lo más.