Parafraseando a Kant diría que «la moral sin política está vacía y la política sin moral es ciega». Ninguna sociedad puede hacer tabla rasa de su pasado y creo que la vasca debería plantearse, desde una perspectiva laica, la recuperación ilustrada de los más auténticos valores morales de la tradición cristiana.
Cuando en el telediario de mediodía del pasado 15 de agosto escuché las palabras de la homilía en Begoña de monseñor Blázquez -que las expectativas de paz se fortalecerían si los terroristas reconociesen el mal que han causado y tienen el valor de pedir perdón a sus víctimas- me quedé de piedra. Algo funciona mal cuando lo obvio se convierte en noticia. El obispo de Bilbao había dicho con inusitada claridad algo que es el ‘abc’ del Evangelio, pero que la Iglesia vasca no ha expresado antes de forma tan rotunda, solemne y sencilla y que, en estos precisos momentos, sonaba como políticamente incorrecto. En efecto, no parece que la formulación tan sencilla y directa del deber de pedir perdón vaya a tener eficacia alguna en sus destinatarios, los terroristas, ni que contribuya a acreditar a quien lo formula para un posible papel de mediación política. Durante mucho tiempo ha predominado en la Iglesia vasca una actitud de contemporización y el deseo de no quemar su capacidad de interlocución con el mundo abertzale difuminando en exceso, en mi opinión, la claridad exigible en sus afirmaciones y posturas. Desde luego, la Iglesia no ha salido al paso del efecto devastador que, desde el punto de vista moral y religioso, ha ejercido -a través de muchas instancias, pero sobre todo de la enseñanza- el abertzalismo radical, que se ha impuesto culturalmente en el mundo nacionalista y que, con toda razón, ha sido considerado como una ideología totalizante, como una religión de sustitución.
Le faltó tiempo a Joseba Arregi para, con la penetración y contundencia que nos acostumbra, hacer una alusión a las palabras episcopales, en un artículo, en este mismo periódico (17 de agosto), titulado ‘Reivindicando la política’, en el que pretendía no tanto discutir su valor, sino afirmar que pueden desviar la atención de lo que considera fundamental y prioritario en este momento: el ejercicio de una política democrática en Euskadi, que exige la autolimitación de las ideologías y la aceptación de la sociedad como es, con toda su pluralidad. Si no entiendo mal a Joseba, considera que la invocación a la conversión y al perdón pertenece al ámbito privado, pero lo que está en juego «es algo radicalmente distinto (…) es la definición jurídica e institucional de la sociedad vasca».
Aprecio mucho a Joseba, pero también temo su capacidad y pasión dialéctica, con la que me tuve que ver un par de veces en tiempos anteriores; afortunadamente, ahora no pretendo discutir sus opiniones, sino, quizá, completarlas. Estoy de acuerdo con la reivindicación de la política. Pienso que la política democrática supone ya una crítica ideológica, una aceptación de las instituciones democráticas y un reconocimiento de la realidad de la sociedad vasca. En efecto, esto es lo que está en juego. En el País Vasco hay una exacerbación partidista, que lo invade todo porque hay ideologías que pretenden abarcar todas las dimensiones de la realidad. Lo que nos falta es una política democrática, consciente de sus límites, que no se considere un medio de salvación y sin vocación misionera de imponerse a toda la sociedad. Si el nacionalismo aspira a convertir a todos a su credo, no es democrático. Es obvio que hay una ardua tarea pendiente. ETA-Batasuna sigue con sus ensoñaciones utópicas, con sus planteamientos de máximos sin rebaja alguna y que no vengan los optimistas diciéndonos que esto es solo para uso interno, porque, si así fuese, se observaría algún esfuerzo pedagógico para ir preparando a su gente para un tránsito hacia la política democrática, de lo que ciertamente no hay el menor atisbo. Contra lo que a veces se suele decir, al abertzalismo radical, lejos de faltarle principios, le sobran, pero equivocados, porque confunde ideas con creencias y eleva a dogmas lo que es más que discutible.
Pero este ‘tsunami’ en la sociedad vasca ha puesto en cuestión, de forma radical, principios morales básicos que deben ser reivindicados absolutamente. Es ya no moralmente aberrante, sino de un efecto político devastador que unos victimarios se rían de los padres de su víctima en el juicio (no sé si le entiendo mal, pero me parece que Joseba, en el artículo citado, no da suficiente importancia a esta deshumanización insoportable). O que el tío de una asesina diga que «había que matar porque estaban acabando con nuestro pueblo». Recordar el principio absoluto de no matar, hablar de acabar con el odio, de la necesidad de la conversión y del arrepentimiento no es desviar la atención de lo decisivo, la política, sino preparar las condiciones, «los hábitos del corazón», que son requisitos imprescindibles de una política democrática, es decir, verdaderamente humana.
Parafraseando a Kant diría que «la moral sin política está vacía y la política sin moral es ciega». Por una parte, hay que articular políticamente el discurso sobre el pedir perdón, la conversión y la no violencia, que son valores morales muy personales pero que, en mi opinión, no se quedan exclusivamente en el ámbito privado, sino que deben aspirar a tener relevancia social y pública. Lo que no caben son ingenuidades, que ignoran la complejidad de las mediaciones políticas, ni moralina, entendiendo por tal el discurso abstracto, que puede conferir conciencia de superioridad ética pero que es contraproducente porque autoengaña y oculta la realidad. Pero, por otra parte, también es cierto que el ejercicio de la política tiene que estar regido por principios morales -que vienen a ser la plasmación histórica y razonable de un horizonte utópico- y requiere una educación cívica y prepartidista de los individuos.
Sería presuntuoso diagnosticar las causas de la profunda crisis religiosa que experimenta la sociedad vasca, pero pienso que está muy relacionada con el hundimiento ideológico del tradicionalismo, pues tal era el sustrato incluso del nacionalismo aranista confesional, y con la hegemonía en el mundo nacionalista de una ideología que identificaba sistemáticamente lo vasco con el rupturismo social, que en su momento hizo elucubraciones absurdas sobre el avasallamiento de la religión matriarcal vasca ancestral por el cristianismo invasor y, en todo caso, ha desertizado la conciencia religiosa sin que la Iglesia se diese cuenta de lo que estaba ocurriendo; una de las consecuencias fue la desaparición de unas instancias morales tradicionales que habían amortiguado en las generaciones anteriores los efectos de una ideología etnicista. Por eso considero un error dejar de reinvindicar la moral como si fuese incurrir necesariamente en la moralina o encerrarse en la privacidad. Para que pueda darse política democrática tiene que haber personas educadas moralmente, de forma que el espíritu de ciudadanía prevalezca sobre los vínculos primitivos de la tribu.
Ninguna sociedad puede hacer tabla rasa de su pasado y creo que la vasca debería plantearse, desde una perspectiva laica, la recuperación ilustrada de los más auténticos valores morales de la tradición cristiana. Yo no le pido a la Iglesia que ofrezca sus servicios para eventuales ejercicios de ingeniería política. Si hiciesen falta, hay otras instituciones que me ofrecen más confianza para estos menesteres. Lo que le pido a la Iglesia es que hable con autenticidad y con verdad de Dios y del Evangelio, y con capacidad de mostrar su relevancia personal y social. Su oferta específica es también su mejor servicio social. Uno de los mayores errores que podríamos cometer en esta hora es dejar la religión y la moral en manos de integristas y fundamentalistas, que también pululan, y cómo, en las iglesias cristianas. Hay que cerrar los ojos para no ver las nefastas consecuencias políticas de este tipo de religión.
Rafael Aguirre. El Correo, 22/8/2006