Juan Carlos Girauta-ABC

  • No podía sospechar que estaba ante los últimos coletazos de la Barcelona libre

Tendría yo veinte o veintiún años cuando se celebró en la Universidad de Barcelona un glorioso ciclo de conferencias literarias. Bastará mencionar a los protagonistas de las tres a las que asistí: Adolfo Bioy Casares, Octavio Paz y Álvaro Mutis. No podía sospechar, en el Aula Magna del edificio histórico de la Plaza de la Universidad, que estaba ante los últimos coletazos de la Barcelona libre, inquieta y letraherida que el pujolismo iba pronto a liquidar.

Los tres días se confunden en uno. Las exposiciones, el tono de las respuestas a los estudiantes, se alojan en mi memoria como experiencia de iniciación. Ante mí se encarnaban, cobrando sus acentos peculiares, humanizándose, autores a los que debía y debo algunas de

esas inmersiones pasivas y cruciales que la lectura nos proporciona y que sobreviven al olvido de las tramas, al de la cadencia de los versos. Adolfo Bioy Casares parecía muy viejo, aunque ahora compruebo que no llegaba a los setenta. Su fragilidad se combinaba con el aura inevitable de «el amigo de Borges», o el coautor con Borges, o incluso el personaje de Borges en el relato perfecto Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Y la combinación hacía que lo viéramos como un tesoro andante, como un ser precioso cuya más coloquial digresión, cuya menor anécdota debíamos conservar como polvo de oro, escurridizo.

Por si estas vivencias no fueran lo bastante arrebatadoras, uno de esos tres días que son uno se sentó en mi misma fila, pasillo de por medio, una muchacha tan bella que me sobresalté. De ahí pasé a una tristeza repentina y ridícula por saber de antemano que no intentaría trabar conversación con ella a la salida, como exigiría una novela. Era la certeza de que, aunque literatura y belleza se entrelazaban en un mismo pneuma para inquirirme, yo todavía no tenía respuestas. No olvidé el rostro de la desconocida; por eso supe, tiempo después, que se llamaba Anne Igartiburu.

Cuando Octavio Paz hubo terminado de hablar, bajó del estrado con una molestia apenas perceptible por el cariz político, y no poético, de la mayoría de las preguntas. O al menos eso pensé. No menos politizado que el resto de la audiencia, fui tan estúpido como para insistir en busca de algún pronunciamiento suyo ajeno a la poesía cuando me lo encontré de frente a la puerta del Aula Magna. Lo que ocurrió entonces sería insignificante para él, pero a mí me afectó en lo profundo. Por imbuido que estuviera en nuestro ambiente autóctono, inmediato, de siglas y elecciones, reconocí a Paz como una autoridad -no, como la autoridad- cuando me dijo, después de mirarme a los ojos tres segundos más de lo normal: «La política es solo una parte de la realidad. Una parte pequeña y superficial».

Esa superficial pequeñez ha seguido interesándome, y hasta le he consagrado profesionalmente cinco años. Pero algunas noches, al cerrar los ojos, revivo no las palabras, sino la mirada de Octavio Paz, y duermo tranquilo.