- «No dudo que el lema ‘derogar el sanchismo’ apunte a la necesidad de sacar de las instituciones a Sánchez y su tropa, pero no es ni mucho menos suficiente»
Sobre la fecha escogida por Pedro Sánchez para la convocar elecciones generales ha habido bastante polémica. El 23 de julio roza el mes vacacional por excelencia, agosto, y julio es en buena medida, después de agosto, el mes en el que muchos españoles hacen coincidir sus vacaciones veraniegas. Es muy probable, además, que esa fecha coincida con el momento más tórrido del año. Y aunque es seguro que alguien dirá que somos demasiado blanditos, lo cierto es que muchos colegios electorales carecen de aire acondicionado. Circunstancia que puede convertir la tarea de votar en un tormento, especialmente para las personas mayores o con alguna dolencia. Ni que decir tiene que quienes deban estar toda la jornada a pie de urna sudarán la gota gorda. Y es de temer que los servicios de emergencia sanitaria tengan bastante trabajo. Pero todas estas objeciones, aunque fundadas, explicitan algo bastante preocupante: la disonancia cognitiva de unos partidos preocupados por conservar o aumentar su participación en un Estado que cada año gasta la friolera de más de 600.000 millones de euros.
Si fueran conscientes de la situación real de España, habría rebajado la intensidad de la alarma por la convocatoria del 23 de julio en al menos una tercera parte; exactamente la misma proporción que el porcentaje de conciudadanos que, según el Instituto Nacional de Estadística, ya no pueden permitirse ni una semana de vacaciones al año. Puestos a hacer cálculos, quién sabe si también estarán en sus casas en esa fecha otro tanto, si no más, que a duras penas puede escaparse un puñado de días al año. Y es que así son las cosas más allá de las redes sociales, de la prensa, las televisiones y las tertulias de radio. Esa es la España que se retrata sin paños calientes en las estadísticas.
En resumen, estos datos deberían suponer un colchón de confianza para quienes temen por la participación en las próximas elecciones generales. Y no sólo millones de votantes van a permanecer por fuerza en sus casas el 23 de julio, a tiro de piedra de las urnas, sino porque estarán lo suficientemente cabreados como para ajustar cuentas. Motivos no les faltan.
«El lema ‘derogar el sanchismo’ me parece un trampantojo»
Claro que dar por sentado que lo votarán porque no les queda más remedio quizá sea demasiado optimista, precisamente, por el empeño de algunos en poner el foco en la amenaza institucional, en vez de explicar, con pelos y señales, cuál es el plan para darle la vuelta a un país cada vez más descolgado de sus homólogos del primer mundo.
Seguramente mis sospechas sean infundadas, pero el lema «derogar el sanchismo» me parece un trampantojo. No es ya que me repela la empalagosa mezcla de aromas jurídicos y políticos que desprende, sino que parece dar por hecho que la precariedad de millones de españoles, consecuencia en buena medida de casi dos décadas de pésimas políticas, es lo de menos. Que lo importante es rescatar las instituciones y la democracia misma de las manos de un sátrapa. Y luego ya veremos.
Por más que trato de evitarlo, no puedo dejar pensar que este lema, que parece significar mucho pero que en realidad compromete a tan poco, es la reformulación del acostumbrado quítate tú para ponerme yo; es decir, la alternancia por cojones. En definitiva, que «derogar el sanchismo» sea la enésima apelación al argumento del voto útil. Ese miserable rendir el voto porque no queda más remedio.
Tal vez sea que mi entorno es ajeno a las emergencias democráticas, pero abarca a bastantes personas de muy diferente tipología. Unas pudientes, otras no tanto, y otras muy venidas a menos, porque la Gran recesión las pilló en una edad muy mala y, desde entonces, apenas levantan cabeza. El caso es que, si bien es cierto que la mayoría quiere que Sánchez abandone La Moncloa, dar el voto sólo para ver cumplido este propósito no les motiva demasiado, habida cuenta de que se les ha llenado el gorro de pipas con tanto prometer y prometer y después de meter, nada de lo prometido.
«Me preocupa que ‘derogar el sanchismo’ signifique liquidar un par de leyes mientras todo lo demás se deja como estaba… »
Más allá de este entorno personal y raro, la desconfianza parece centrarse en el cumplimiento o no de la derogación de determinadas leyes, porque la gente entiende que eso es lo que pretende también significar «derogar el sanchismo». Y si bien va de suyo tirar a a la basura unos cuantos despropósitos legislativos, no ya por ser obscenamente ideológicos, sino por sus destrozos, ni siquiera en esto la gente las tiene todas conmigo. A mí, sin embargo, me preocupa que «derogar el sanchismo» signifique poner a Sánchez de patitas en la calle y liquidar un par de leyes, mientras todo lo demás se deja como estaba… menos los impuestos, claro está, porque esos siempre suben.
Hace apenas 20 años habría parecido casi imposible, pero ya es una realidad: los países bálticos, a los que mirábamos con displicencia, nos han superado. Y la tendencia es que los siguientes en hacerlo sean los países de Europa del Este. Es más, dele usted, querido lector, cinco años de margen y muy probablemente Tailandia también lo habrá hecho. Sí, me refiero a ese país del sudeste asiático que solíamos contemplar como un lugar pobre y exótico en el que hacer turismo y, a la vuelta, presumir de haber comido insectos, los mismos bichos que ahora la UE se ha propuesto que añadamos a nuestro menú sin tener que ir tan lejos. A la velocidad que crece Tailandia, tal vez no en cinco años, pero sí en una década habrá cambiado las tornas y serán los tailandeses los que vengan a España para descubrir las excelencias del jamón ibérico, mientras que nosotros a duras penas podremos alternar los fines de semana. Vivir para ver.
Entiéndase. No pongo en duda que el lema «derogar el sanchismo», aunque repelente, apunte a una necesidad mayúscula: sacar de las instituciones a Pedro Sánchez y a una tropa de desgarramantas que jamás debió haber accedido a ellas. Pero esto no es ni mucho menos suficiente. Por más que demasiados españoles parezcan haberse acostumbrado a un buen pasar o, siquiera, a un pasar menguante, derogar el sanchismo debería ser el preámbulo de un compromiso mucho más ambicioso, definido y consistente. Y no lo que desgraciadamente apunta. Sinceramente, espero equivocarme porque, de lo contrario, vamos a tener que soportar grandes dosis de dolor y sufrimiento hasta que algo cambie.