José Manuel García-Margallo pertenece, como los linces ibéricos y los quebrantahuesos, a una especie política en peligro de extinción. Se educó en la universidad de Harvard, ese nido de rojos y de comisarios políticos, según el tarugo de Abascal: se cuentan con los dedos de una oreja los diputados españoles que pueden decir lo mismo en su currículo. Tiene una cultura formidable y ha escrito más de veinte libros. Es un jurista de primer nivel. Se sentó por primera vez en el Congreso de los Diputados el 13 de julio de 1977, en la Legislatura constituyente, y es el único de aquellos 361 precursores que sigue en la primera línea política, ahora mismo como eurodiputado. Quizá lo más importante: sabe “leer y escribir”, como le dijo –no sin envidia– Rajoy. Quiero decir con esto que maneja la sintaxis como nadie: desde que el PP cometió la inaudita torpeza de deshacerse de Mario Garcés, es el político español que mejor maneja nuestro idioma. No hay más que leer sus libros. Sus recuerdos políticos, Memorias heterodoxas de un político de extremo centro, publicados –está claro que prematuramente– hace cuatro años, son solo comparables a la Memoria viva de la Transición de Leopoldo Calvo-Sotelo. El sentido del humor es muy parejo en ambos. Una cualidad que, unida a la elegancia y a la sabiduría, casi nadie tiene ya.
La extrema derecha odia a Margallo y lo caricaturizaba burramente como obispo en esos torpes murales que colgaba en las fachadas durante alguna campaña electoral; todo porque este hombre sigue definiéndose como democristiano, otra especie en peligro de extinción, al menos en España. Mala caricatura porque los obispos, con rarísimas excepciones, nunca alcanzan la cualidad más importante de las que tiene García-Margallo: la de ser un librepensador. Está en un partido político –el Popular– porque ese es el medio habitual de participación en nuestros tiempos, pero sus ideas son suyas y de nadie más; no lleva encima ninguna impuesta, ni eslóganes, ni consignas. Dice lo que sabe y lo que quiere; y si a alguien no le gusta, pues que se fastidie y que trate de argumentar en contra, algo verdaderamente difícil de hacer con este hombre porque todo lo que se te pueda ocurrir ya lo ha pensado él antes y lo tiene contestado.
García-Margallo, junto con otro peso pesado –Fernando Eguidazu–, está a punto de publicar un libro importantísimo: España, terra incognita, que se presentará el próximo 2 de abril en Madrid y que ha editado Almuzara.
Una derecha que no sabe cómo librarse de la extrema derecha, una izquierda sometida a la voluntad de un solo hombre y este, el piloto, decidido a intentar cualquier cosa, lo que sea, para mantenerse en el poder
“Terra incognita” o “ignota” era la frase que los cartógrafos de la antigüedad anotaban en sus primitivos mapas, cartas o tabulae para describir lo que aún no se conocía porque nadie lo había visto ni pisado. La frase solía ir acompañada de imaginativos dibujos de monstruos terroríficos. Alguno de aquellos mapas, como el de Lennox (que ya es del siglo XVI), añadía, para advertencia de marineros incautos: “Hic sunt dracones”, aquí hay dragones.
Eso es lo que piensa Margallo. Que estamos pisando un territorio políticamente inexplorado. Que no sabemos hacia dónde vamos, o mejor dicho hacia dónde nos lleva este hombre, Pedro Sánchez. Que nadie ha cruzado antes estas aguas negras y profundas en medio de lo que parece una tormenta perfecta salida de la imaginación de los guionistas de Roland Emmerich: una derecha que no sabe cómo librarse de la extrema derecha, una izquierda sometida a la voluntad de un solo hombre y este, el piloto, decidido a intentar cualquier cosa, lo que sea, para mantenerse en el poder. Y lo que intenta es gobernar la nación apoyándose precisamente en quienes intentan destruirla, cosa que parece no importarle mucho. Es verdad: nadie, en los últimos dos o tres siglos, ha intentado nada parecido. El último ejemplo que se me ocurre es el del emperador Carlos V, que pretendía mantener en pie el Sacro Imperio con la “ayuda” de algunos príncipes alemanes que lo que querían era cargárselo. Le salió mal, desde luego.
Pero el Imperio de los Habsburgo sobrevivió, mal que bien, unos siglos más. Margallo no es tan optimista sobre el futuro de España. Estremece escucharle que, de aquí a unos años, tampoco muchos, España fácilmente dejará de ser una nación para convertirse en lo que podríamos llamar un “estado ficticio”: un nombre vacío de contenido en el que las actuales comunidades autónomas, sobre todo algunas, tendrán todas las competencias que ahora tiene en Estado, quizá salvo las de Exteriores y Defensa. Actuarán por su cuenta sin contar con nadie más, sin sentir solidaridad ni cercanía (más bien al revés) con nadie más. Algo parecido, pero peor, a la Commonwealth, una estructura ficticia en la que el Estado no existe (es una agregación de naciones) y la cabeza, el rey de Inglaterra, es nada más que una figura decorativa. Ese es, dice Margallo, el camino que llevamos: que España se convierta en una cáscara vacía, en un nombre sin significado alguno más que en los libros de historia.
El libro no está escrito para asustar a los niños con los “dracones” que nos esperan. Margallo no es uno de los voceones de su partido que pretenden arrancar votos atemorizando a los peatones, como hace la ultraderecha. Es una formidable construcción argumental con una documentación inatacable, una argumentación tan serena como sólida y, quizá sea esto lo más importante, con una memoria extraordinariamente lúcida. Es tremendo leer ahora, en capítulo dedicado a “La cuestión catalana”, las cosas que decían hace unos años los por entonces bondadosos y santificables nacionalistas catalanes y vascos, como Pujol y Arzalluz, que se ponían de color amarillo solo con mencionarles el demonio espantable de la secesión y la independencia.
Va y viene de Bruselas y participa en varias tertulias televisivas en las que el mecanismo es siempre el mismo: unos tratan de hablar y de exponer lo que piensan, y otros se dedican a impedírselo
No voy a destripar el libro, desde luego. Solo voy a recomendárselo con toda mi alma, en la creencia ingenua –que comparto con Margallo y Eguidazu– de que aún estamos en los tiempos en que un libro, un simple libro, puede iluminar la mente de muchas personas y moverlas a reflexionar. Lean ustedes el capítulo 5, “Idolatría del poder. La metamorfosis de Pedro Sánchez”, que no es una diatriba chillona del tipo gamarresco o telladiense, sino un análisis científico, casi entomológico. Busquen las páginas dedicadas a lo que fue el PSOE se hace muy poco tiempo y a lo que es hoy. Agárrense a la silla para no caerse cuando vean las explicaciones sobre cómo se hierve una rana –práctica desaconsejable, sobre todo para la rana– o sobre cómo funcionan las termitas y la carcoma: ay, el delicioso sentido del humor de Margallo. Y adéntrense en la “terra incognita” del final, el capítulo 8: “Y ahora ¿qué hacemos?”, que es el sitio al que vamos desde el principio.
García-Margallo vive prácticamente en los aviones. Va y viene de Bruselas y participa en varias tertulias televisivas en las que el mecanismo es siempre el mismo: unos tratan de hablar y de exponer lo que piensan, y otros se dedican a impedírselo. Eso es profundamente aburrido salvo cuando aparece alguien que sabe hacerse respetar no por lo que chilla ni por las burradas que dice, sino por lo contrario: por el sosiego y por el peso de sus argumentos. Ese es García-Margallo, el que logra que los payasos de la tele –movedores de la audiencia– se callen mientras habla él.
Este hombre culto y afable que se lleva bien con gentes de todos los partidos, incluido el suyo, y que cambia de conversación sin que te des cuenta cuando alguien pregunta por alguna presidenta autonómica, ha escrito una obra importantísima. Lean el libro, y para eso es indiferente a qué partido voten ustedes. La inteligencia y el buen juicio no tienen adscripción política, están por encima de eso. Me atrevo a garantizarles que no se arrepentirán.