Lo que Harvard y Los Ángeles tienen en común

Alana Moceri-El Español
  • Las guerras culturales no son nuevas en la política, pero Trump las libra sin vergüenza y con ferocidad, y le ha dado resultado. Sus seguidores se deleitan en lo que ven como batallas justas.

Harvard y Los Ángeles tienen algo en común esta semana y no es sólo haber sido blanco de la ira de Donald Trump.

El periodista conservador Andrew Breitbart creía que la política es consecuencia de la cultura. En otras palabras, que los ciudadanos están más influenciados por lo que ven, escuchan y les gusta en Internet y en los medios de comunicación, y menos por los políticos y los partidos políticos.

Esto ha sido fuertemente rebatido por mucha gente que argumenta que los políticos sí influyen en la opinión pública.

Por supuesto que lo hacen. Pero la mayoría de la gente no está completamente sumergida en la política. De hecho, muchos de los votantes de Trump no votaban antes de que él apareciera y los entusiasmara.

¿Y qué fue lo que los entusiasmó?

Temas culturales como el resentimiento contra las élites y la inmigración. Esto es lo que Harvard y Los Ángeles tienen en común: que Trump los ha atacado con entusiasmo porque representan agravios culturales que dotan de identidad a sus seguidores.

Aunque parece impensable que Trump intente destruir universidades estadounidenses prestigiosas, la idea tiene sentido si ves estas instituciones como amplificadoras de una cultura que valora la educación, los hechos, la evidencia, la verdad y la experiencia: todas las cosas que él detesta.

Esto coincide con el cambio de la relación entre educación y militancia política a lo largo de los años.

Hasta 1990, los estadounidenses con títulos universitarios votaban más por los republicanos. Por ejemplo, en 1960, Richard Nixon, un republicano, obtuvo el 61% del voto de los universitarios, mientras que John F. Kennedy, un demócrata, recibió el 39%.

Esto cambió alrededor de 1990, cuando los votantes con estudios universitarios comenzaron a inclinarse cada vez más hacia la izquierda, hasta el punto de que hoy tener o no un título universitario se ha convertido en un indicador clave de afiliación partidista.

Los últimos datos de Pew muestran que los votantes blancos sin título universitario prefieren a los republicanos sobre los demócratas dos a uno. La división es más equitativa si se incluyen todos los votantes con licenciatura, con un 46% inclinándose por los republicanos y un 51% por los demócratas, y la división se vuelve más pronunciada entre quienes tienen títulos de posgrado, con un 37% y un 61% respectivamente.

Esto es una gran desventaja para los demócratas, ya que sólo alrededor del 38% de los estadounidenses tienen títulos universitarios.

Así que este estereotipo de que los votantes de Trump son en su mayoría personas blancas de clase trabajadora tiene algo de cierto. Y es importante ver esto como una ola que Trump ha aprovechado, no como una ola que él haya creado.

Estos votantes han acumulado mucho resentimiento hacia unas élites que ellos creen que les menosprecian.

A pesar de tener él mismo un título de la Ivy League (Universidad de Pensilvania), Trump se ha convertido en el enemigo definitivo de estas élites.

Y dado que Harvard es el símbolo supremo de los «liberales engreídos», es el objetivo perfecto para los ataques de Trump. Hasta ahora, ha intentado hacerlo recortando fondos y negando visados a estudiantes extranjeros.

Seamos claros, el antisemitismo en los campus es sólo una excusa. Incluso el presidente de Harvard, Alan Garber, en una entrevista con el New York Times, ha dicho creer que Harvard necesita cambiar en detalles que Trump podría apreciar. Esos detalles incluyen abordar el antisemitismo, así como incluir más voces conservadoras en el campus.

Pero, en realidad, los ataques de Trump pretenden mostrar a sus seguidores que el presidente puede poner a las instituciones de élite «en su lugar».

Los Ángeles y California también tienen un blanco en la espalda. Además de ser un estado con muchos inmigrantes, especialmente procedentes de México, California ha sido consistentemente demócrata desde 1992 y un símbolo de las políticas de izquierda en todo el país.

Cuando Trump inició su primera campaña en junio de 2015, dio la voz de alarma sobre la inmigración que llega desde México. «Están trayendo drogas. Están trayendo crimen. Son violadores. Y algunos, supongo, son buenas personas».

El muro que Trump ha deseado durante tanto tiempo a lo largo de la frontera entre Estados Unidos y México, aunque altamente simbólico, está diseñado para mantener fuera a las personas de piel morena. La excusa siempre ha sido que los mexicanos están quitando empleos a los estadounidenses trabajadores. Pero tras ello (así como tras las prohibiciones de viajar) está el deseo de que Estados Unidos continúe siendo angloparlante y blanco.

Dado que Trump promueve políticas de inmigración radicales, las redadas migratorias en Los Ángeles eran inevitables. Y, como era también previsible, se encontraron con protestas.

Luego, por primera vez en sesenta años, un presidente de los Estados Unidos desplegó a la Guardia Nacional en un estado sin que su gobernador lo solicitara. Su presencia convirtió protestas pacíficas en un campo de batalla del que Trump disfruta sin importar quién salga herido, porque está luchando contra la inmigración en nombre de sus seguidores.

Las guerras culturales no son nuevas en la política, pero Trump las libra sin vergüenza y con ferocidad, y le ha dado resultado. Sus seguidores se deleitan en lo que ven como batallas justas.

Sin embargo, mientras hemos estado absortos en las guerras culturales de Trump contra Harvard y de Trump contra Los Ángeles (y, no olvidemos, de Trump contra Elon Musk), no hemos prestado atención a la política. Los republicanos de la Cámara han votado por ejemplo a favor del «gran y hermoso proyecto de ley fiscal» de Trump sin siquiera tener la oportunidad de revisar sus 10.000 páginas.

Si la ley supera el trámite en el Senado y entra en vigor, quitará aún más dinero de las manos de los más pobres del país y se lo dará a los más ricos.

Y esto afectará duramente a los votantes de Trump. Pero no se lo van a creer hasta que realmente sientan el dolor porque, ¿quién quiere analizar 1.000 páginas de legislación cuando hay tantas peleas épicas ocurriendo?

La idea de que la política es consecuencia de la cultura es cínica. Pero parece cierta, dado nuestro ecosistema mediático actual. No es sólo culpa de los medios, es nuestra culpa.

Si has llegado al final de este artículo, entonces felicidades, has logrado mantener tu capacidad de atención durante más de novecientas palabras. Seguramente muchos otros hayan hecho clic para saber si se han producido nuevos enfrentamientos desde que esto se publicó.