Javier Zarzalejos, EL CORREO, 20/10/12
Por mucho que nuestros nacionalistas se queden embobados mirando a Escocia, de lo que pueden estar seguros es que en ese referéndum no se va a plantear una pregunta como «¿Quiere usted que Escocia sea un nuevo Estado de la Unión Europea»? Eso, sin embargo, es lo que pretende Artur Mas para el caso de Cataluña. Eso, es decir, una pregunta fraudulenta sobre la que los ciudadanos españoles de Cataluña (no hay una ciudadanía catalana al margen de la española, como precisó el Tribunal Constitucional) no podrían decidir, ni siquiera en el hipotético caso de que se les atribuyera un derecho de autodeterminación. Pero el nacionalismo, puesto a tirar por la calle de en medio, no sólo se siente habilitado para imponer unilateralmente la ruptura al resto de España sino que se cree asistido del derecho a imponer su integración en la UE a todos los europeos, incluidos los españoles con los que acabaría de romper.
Este curioso enredo, esta peligrosa huida hacia adelante del nacionalismo catalán, empieza a necesitar dosis crecientes de disparate para mantenerse. El «España nos roba», la Constitución como «cárcel de pueblos», la «internacionalización del conflicto» y, la amenaza de que, en caso de conflicto, los Mossos se mantendrían al servicio de la Generalidad, jalonan una escalada en el despropósito independentista que no parece encontrar contrapunto en los nacionalistas catalanes que ofician de moderados profesionales, apacibles componedores y gentes llenas de sentido común frente a los excesos del clima político de la capital del Reino.
Pero Mas no sólo está arrastrando a ese nacionalismo que tanto elogian muchos círculos madrileños por su pragmatismo y su contribución –raras veces gratuita– a la gobernabilidad.
El Partido de los Socialistas de Catalunya no le ha durado un asalto. La escalada independentista ha puesto en evidencia las fracturas del socialismo catalán, ha propiciado la salida de Ernest Maragall y ha terminado por llevar al PSC a asumir explícitamente la reclamación independentista del derecho de autodeterminación mediante un referéndum sobre la independencia con una reforma previa de la Constitución que apoyarían. Que la afección es contagiosa, lo hemos visto en el País Vasco con un PSE que en plena campaña electoral se ha subido al tren escocés para sumarse a sus primos catalanes. El apoyo de los socialistas a la reclamación nacionalista del referéndum abre tentadoras posibilidades de coincidencia en el futuro para una izquierda que, en este momento, se ve muy lejos de recuperar el poder solo con propias fuerzas. Pero esa es otra cuestión.
Lo que se necesita para alimentar esta descontrolada escalada que protagoniza el nacionalismo catalán es un fenómeno ya bien conocido. Sólo se puede justificar la ruptura mediante la denigración de un enemigo, España, que roba y oprime. La construcción del enemigo por el nacionalismo no sólo es una necesidad para ocultar que con la Constitución y el pacto democrático y nacional en que ésta se basa, los catalanes, como el resto de los españoles, son más libres que nunca y disponen de instituciones con mayor autogobierno que nunca. Esa denigración masiva mediante una imagen demonizada de España pone de manifiesto la negación de la civilidad y todo lo que de premoderno anida en el nacionalismo étnico. No por casualidad, esa negación de la civilidad alcanza su expresión más brutal en la doctrina sabiniana a la que el integrismo antiliberal de Arana no sólo alimentó sino que le prestó su coartada moral en forma de sublimación religiosa con aquel «nosotros para Euskadi y Euskadi para Dios».
De esa materia está hecha la invocación de Artur Mas a la «misión histórica» de la que declara sentirse investido. Porque es esencial para la construcción nacionalista sustituir la racionalidad democrática –que legitima el poder pero también lo limita y permite que cambie de manos– por la personalidad carismática y un relato de pérdida y victimización que permite la apelación al «pueblo» para contraponer, como ha hecho el consejero de Interior de la Generalidad, la legalidad constitucional con la «legalidad democrática» es decir la pretensión unilateral del nacionalismo.
En este panorama no puede faltar una guerra y para eso está la de Sucesión. Como hacen los nacionalistas vascos con las guerras carlistas, también los catalanes han convertido un conflicto dinástico en una guerra de liberación nacional. Es falso, sí, pero sirve para poner los retratos borbónicos boca abajo, organizar la disciplinada exhibicióncuatribarrada del Camp Nou y, sobre todo, presentar la historia de Cataluña como un continuo de opresión y privación desde aquella derrota que, en realidad, lo fue de un pretendiente al trono de España.
Las pretensiones últimas del nacionalismo del tipo de las expresadas con el agresivo radicalismo de Mas sólo pueden conseguirse a costa de la quiebra de la cultura cívica y democrática, desde la exaltación identitaria y el repudio de la modernidad política. Por eso el nacionalismo cuando cree llegado su momento de gloria tropieza con el pluralismo y es entonces cuando se comprueba que su proyecto no tiene otra respuesta para la diferencia que la invitación al exilio interior –«ancha es Castilla» como proclamó aquel el prominente jelkide– o imponer la renuncia a la ciudadanía aunque sea con la promesa –falsa– de que quienes se plieguen a ello vivirían como los alemanes en Mallorca. O en Reus.
Javier Zarzalejos, EL CORREO, 20/10/12