Michael Ignatieff-ABC

  • «Los B2 pueden retrasar, pero no detener, la búsqueda de un arma nuclear en Irán. Tampoco EE.UU. puede lograr un cambio de régimen. El cambio de régimen no es posible desde el aire, ni tampoco desde el terreno»

Como símbolo de poder de una nación, el bombardero B2 Stealth es tan potente como cualquier presidente podría desear. La semana pasada, voló dieciocho horas desde Missouri, lanzó las municiones no nucleares más letales del mundo sobre los centros nucleares iraníes y regresó a casa, sin que las defensas aéreas iraníes pudieran responder con un solo disparo. El éxito del B2 tuvo efectos inmediatos: Irán aceptó rápidamente un alto el fuego, y Vladímir Putin en Moscú y Xi Jinping en China despertaron ante la realidad de que no deben cometer el error de creer que «Donald Trump siempre se echa atrás». No es de extrañar que el presidente estuviera de tan buen humor en la cumbre de la Alianza Atlántica en La Haya de esta semana. El uso de la fuerza puede ser profundamente gratificante para un líder cuya necesidad de refuerzo psíquico es insaciable.

Sin embargo, para desgracia del presidente, hay otra verdad que los ataques con el B2 sobre Irán han iluminado. Los efectos cinéticos de la fuerza militar –el daño que inflige– suelen estar en proporción inversa a sus beneficios políticos. Cuanto más daño hagas a los activos preciados de un régimen como el iraní, más consolidas su odio hacia Israel y Estados Unidos. Cuanto más deteriores su programa nuclear, más reafirmas a los líderes iraníes en que tenían razón al querer armas nucleares como prioridad. Cuanto más bombardeas a un régimen odiado por muchos de sus ciudadanos, más unes a los leales al régimen en su defensa. Como observó Ali Shamkhani, asesor principal del líder supremo de Irán, tras los ataques: «Los materiales enriquecidos, el conocimiento autóctono y la voluntad política permanecerán». Cuando el régimen logre combinar estos tres elementos, una bomba surgirá, sin duda, y pronto.

El régimen iraní sigue en pie, no hay evidencia de que esté colapsando, y por lo tanto, los B2 pueden retrasar, pero no detener, la búsqueda de un arma nuclear en Irán. Tampoco Estados Unidos puede lograr un cambio de régimen. El cambio de régimen no es posible desde el aire, ni tampoco desde el terreno. Las desventuras militares en Irak, Afganistán y Libia han enseñado a Estados Unidos y sus aliados que no pueden ganarse la lealtad de un pueblo invadido, y sin esa lealtad, ninguna potencia externa tiene posibilidades de crear un país que sus habitantes estén dispuestos a defender.

Hace veinte años, cuando estuve en Irán, conocí a muchos jóvenes iraníes que detestaban al régimen, pero no encontré a nadie que quisiera un nuevo régimen impuesto por Israel o los estadounidenses. Anhelaban la libertad, pero sabían que debían conquistarla por sí mismos, sin interferencias externas.

Así, hay un ‘pathos’ que acompaña a la fuerza militar. Es el símbolo y la expresión última del poder nacional, y al mismo tiempo, su ejercicio confronta a las naciones con lo que la fuerza sola nunca puede lograr.

A las grandes potencias les puede tomar mucho tiempo comprender el ‘pathos’ del poder que poseen. A corto plazo, la victoria siempre ciega a los vencedores ante los límites de lo que el poder militar puede lograr. Fue la derrota estadounidense en Vietnam la que enseñó al público y a los líderes estadounidenses a ser cautelosos con las aventuras militares en el extranjero, una lección que los estadounidenses han olvidado recurrentemente desde entonces.

Israel, por su parte, celebra actualmente lo que su ejército ha logrado. Ha aplastado a los llamados ‘proxies’ de Irán –Hezbolá, los hutíes y Hamás– y ha convertido Gaza en un desierto. La opinión pública europea y los campus estadounidenses claman y lo condenan, pero Israel cree que puede ignorar estas voces moralizantes. Tiene a Estados Unidos de su lado, y sus vecinos –Jordania, Egipto, los Estados del Golfo, Siria y Arabia Saudí– están secretamente complacidos de ver derrotados a los milicias proiraníes. Las condenas rituales de la conducta de Israel en Gaza por parte de la «comunidad internacional» –esa ficción piadosa– pueden ser ignoradas sin riesgo.

Los israelíes creen que la única garantía de seguridad en un mundo hostil es su propio ejército. Negociar, con cualquiera, es mostrar debilidad. El horror del 7 de octubre los ha convencido de que, para vivir en paz nuevamente, deben ser temidos. La paz en Oriente Medio, saben por experiencia, no se mide en años, sino en meses o semanas, y afirmarán, tras su guerra de doce días contra Irán y su guerra de dos años contra Hamás, que han ganado algunos años de calma, si no de paz. En su vecindario, eso es lo máximo que pueden esperar.

Pero aquellos israelíes que se niegan a vivir en un estado de ceguera deliberada saben que su campaña de fuerza implacable ha convertido en enemigos de toda una generación de niños y jóvenes. La violencia letal deja tras de sí una memoria traumática, y de los recuerdos que los jóvenes gazatíes tienen de ser bombardeados, de estar aterrorizados, de perder a sus padres, nada bueno puede surgir. Tarde o temprano, esos jóvenes gazatíes querrán venganza y el ciclo de violencia comenzará de nuevo.

Esa es la némesis a largo plazo que amenaza el éxito militar de Israel. A corto plazo, el poder estadounidense e israelí ha debilitado el terrorismo con patrocinio de Estado que se originaba en Teherán y, como resultado, hay un nuevo equilibrio en Oriente Medio. El presidente Trump ha puesto fin al papel tradicional de Estados Unidos de equilibrar y disuadir a los rivales en la región. También ha terminado con el apoyo a un Estado palestino que siempre mantuvo Estados Unidos. El nuevo equilibrio que la fuerza militar ha logrado se basa en el miedo a Israel y su aliado estadounidense. El miedo crea orden, pero no puede crear paz. Para la paz, otras emociones y cualidades deben echar raíces entre los líderes y sus ciudadanos: el arrepentimiento, el perdón, la reconciliación y el reconocimiento. Las últimas semanas han apartado estas emociones —y el movimiento hacia la paz que ellas impulsan— más lejos que nunca.