FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • Vivimos en un momento histórico en el que hay que repensar la idea de progreso. Ahora debe pasar por fijarnos en cómo evitar los grandes males

Este verano de fuego me tiene conmocionado. Imagino que como a cualquier otro. Ver cómo en pocos días pueden arder bosques enteros que han tardado siglos o décadas en desarrollarse no puede dejarnos indiferentes. Ocurre, sin embargo, que solo nos ocupamos de ello durante las semanas de la temporada de incendios; luego pasamos ya a otra cosa. La actualidad manda. Con todo, la novedad de este año ha sido el giro cuasi-apocalíptico del fenómeno. No solo por la cantidad de superficie quemada, también por su extensión a países que hasta ahora apenas se veían afectados por ellos. Hay quien dice que hemos entrado ya en el Piroceno, la edad del fuego, una deriva colateral del calentamiento global. La parte mala de este enfoque es que podemos acabar abrumados por el fatalismo, por la convicción de que igual hemos de renunciar a tener los bosques a los que estábamos acostumbrados, que en países como el nuestro son un lujo que no nos podemos permitir.

La parte buena es que, ¡por fin!, estamos despertando a la nueva realidad y habremos de actuar en consecuencia. Con un añadido que no es baladí, la necesidad de reajustar algunos aspectos de la mentalidad dominante, de cambiar nuestra perspectiva vital. Hasta ahora éramos una civilización permanentemente insatisfecha, obsesionada en pensar cómo seguir gratificándose. Una civilización orgiástica: aunque ya tuviera bastante todavía quería más. El enfoque ahora debe de ser otro, atender menos a lo banal que nos falta por conseguir y tomar conciencia plena de lo fundamental que no podemos perder.

Vivimos en un momento histórico en el que hay que repensar la idea de progreso. Ahora debe pasar por fijarnos en cómo evitar los grandes males. Curiosa época esta en la que ser progresista consiste en ser “conservador”, en no perder lo que dábamos por supuesto: la seguridad (sanitaria, de prestaciones sociales básicas, incluso militar), la democracia y los derechos; y desde luego, lo que da origen a estas reflexiones, el medio ambiente. Si se fijan, la mayoría de las manifestaciones en la calle ya no son para conseguir nuevos derechos, sino para no perder los que teníamos, los que dábamos por asegurados. Estamos obligados a ser “conservacionistas”, y esto ahora significa lo contrario de no hacer nada; para no dilapidar lo alcanzado no podemos dejar de actuar. Definamos, pues, con urgencia lo que no podemos perder y organicemos en torno a ello todo un programa de acción política “preservacionista”.

En este contexto, y por volver a la cuestión medioambiental, es necesario invocar de nuevo el concepto de “injusticia pasiva” que teorizó Judith Shklar, lo que se produce cuando no hacemos todo lo que esté en nuestra mano para evitar las injusticias. Desastres naturales como la erupción volcánica de La Palma son un infortunio, no está bajo nuestro control poder evitarlo; pero deviene en injusticia si no acudimos prestos en ayuda de los afectados. Lo característico del cambio climático es que es algo parecido a un infortunio programado, detrás hay una acción antropogénica y, por tanto, somos moralmente responsables tanto de sus causas como de sus efectos. Shklar diría que la “justicia activa” consiste en eso, en la acción pública dirigida decididamente a prevenir daños; o, por parte de los ciudadanos, en movilizarse contra las injusticias allí donde pudieran producirse, fueran de la naturaleza que fueren. Estamos sujetos a este principio de responsabilidad. Todos. Ya no sirve de mucho lamentarse por las culpas pasadas; el proyecto es de futuro, el más importante que hemos de afrontar. Que no nos distraigan, la urgencia está a la vista.