Lo que pasa en el conflicto

EL MUNDO 05/01/14
MANUEL JABOIS

Más allá de la extraordinaria confianza del juez Pedraz en que la reunión de asesinos que no se arrepienten de matar a cientos de personas no constituye, por sí mismo, un «discurso del odio», si algún atractivo tiene esa foto histórica de Durango es el aire a cita familiar de Nochevieja en la que todos, borrachos de libertad, deciden que ahora quieren apostar por las vías políticas. Ese aire embriagador a la hora de los postres en la que cualquier cosa es posible, hasta que Jack el Destripador, eufórico, se levante dando un puñetazo en la mesa y anuncie que a partir de ahora empezará a pagarse las putas.
Y sin embargo cala. De tal manera que ya hay más esfuerzo en ver gestos de perdón en los terroristas que en los propios terroristas de ofrecerlos. Producto de esta atmósfera artificial se pretende interpretar cualquier palabra como un mensaje de amor y esperanza donde sólo hay exculpaciones, victimismo y sintaxis de parte médico para referirse a los cadáveres, despachados como «consecuencia del conflicto». Sólo de esa manera se explica un comunicado en el que las primeras palabras se dedican a agradecer el cariño de los barrios y a recordar que acumulan entre todos cerca de 1.500 años de cárcel, «testigos del dolor y la muerte causada por la dispersión» (es la única vez que se menciona la palabra «muerte»).
¿Por qué tanto castigo, presentado por acumulación y no desglosado, pues hay quien ha pagado doce meses por cadáver? No se explica en el comunicado. Todo cabe en el «conflicto»; el «conflicto» es una especie de triángulo de las Bermudas en el que desaparece todo, se deshumanizan las personas salvo para significar torturas y cualquier acto pasado está a la misma distancia que otros en rigurosa equidistancia, desde el accidente de tráfico del hermano de un preso hasta el bombazo en el coche que lo encerró. Lo que pasa en el «conflicto», como en Las Vegas, se queda en el «conflicto».
Ha sido, sin duda, la gran victoria lingüística de ETA, la piedra Rosetta que ha agitado cuando disparaba y cuando ha dejado de disparar; el «conflicto» sirvió para llenar las calles de cadáveres y ha de servir para vaciar las cárceles de presos. La existencia de ese «conflicto», su permeabilidad histórica, les dispuso para la guerra y para la paz. Un «conflicto» que ha ido moviéndose en función de las derrotas, llevando el enfrentamiento a campos cada vez más asequibles: del Estado vasco socialista nos hemos venido al derecho a decidir, que es el último grito en el prêt-à-porte del nacionalismo. Ignoran aún ahora, y deliberadamente, que el único conflicto que han tenido es con la realidad.
En Durango se produjo una dramatización, un engendro moral que tuvo en la propia ETA su mecedora al poner a Kubati como mártir demandante de reinserción; tres años tenía el hijo de Yoyes cuando vio como Kubati mataba a su madre por querer lo mismo. Es asombroso, viendo la foto, como en los rostros de los terroristas han ido amontonándose rasgos de sus asesinados, desfigurándolos; como si de una vez por todas empezasen a parecerse a sus crímenes, empezando por Kubati. Leyó el comunicado en el Kafe Antzokia de Durango pero es difícil no imaginarlo bajo la mirada de un crío al que se llevaron en volandas diciendo que su madre había marchado de viaje, del mismo modo que Troitiño deambula por Hipercor y Txapote huye del bosque en el que dejó a Miguel Ángel Blanco; ahora, sin pedir perdón, con el convencimiento de que aquello fue necesario y que basta reconocer el daño causado, que en un terrorista es como el butanero admitiendo la bombona, quieren acogerse a la política y a la ley, presentarlo como conejo fuera de la chistera y toparse con la benevolencia que el Estado ha de tener cuando se adjetiva el asesinato como «político», cláusula inefable que en una democracia, precisamente por serlo, tendría carácter monstruoso.
La extravagancia final de la reunión de expresidiarios es la ambición de ser sujetos vinculantes en la consecución de la paz, un privilegio negado a las víctimas por tener su juicio alterado por el «sufrimiento» pero que en ellos es posible: la mera convocatoria del acto lo corrobora. Esa pátina política que lo embadurnó todo en Durango siguiendo un proceso lógico que comenzó tras la tregua de ETA (otro paso político glamuroso fue dejar de matar) es la que ha de manejar el Gobierno; de todos los cables sueltos que la banda ha dejado en su proceso de descomposición, el de travestir la condena del tiro en la nuca como oportunidad política es el más delicado que hay sobre la mesa. En el acto de ayer se dijo, bajo expresiones rentables para bienintencionados, que la sangre del mostrador tiene un crédito en la negociación; que necesitan del Estado una especie de compensación por dejar de hacerlo, o sea haberlo hecho.
Juegan con ventaja: cualquier reconocimiento pequeño, aun envuelto en exigencias, era impensable hace años. De ese modo se olvida que lo impensable fue matar.