El símbolo ha muerto y Bin Laden no ganará batallas después del óbito. ¿Alguien en algún momento dudó que fuera a tener otra muerte? No convirtamos la legítima curiosidad en instrumento arrojadizo al servicio de quienes confunden el estado de derecho con la impunidad.
Dicen que Mark Twain dijo aquello de que “nunca deseo la muerte de nadie, pero hay necrológicas que leo con una especial satisfacción”. La de Osama bin Laden ha sido recibida en los Estados Unidos, y seguramente en lo que todavía conocemos como el mundo occidental, con ese casi unánime sentimiento. Hace falta volver la vista diez años atrás, al 11 de septiembre de 2001, y recordar el sufrimiento y la desolación que los discípulos del, ahora y en buen momento, desaparecido personaje infligieron a los que se encontraron en su camino del terror para comprender en su exacta medida la profundidad del alivio con que la noticia de su eliminación ha sido digerida.
Han sido diez años cargados de especulaciones y de frustración. El terrorista más buscado del mundo parecía haberse ocultado sigilosamente bajo la faz de la tierra, arrojando sombras de duda sobre la efectividad de los servicios de inteligencia de la potencia mas poderosa del universo, mientras analistas, profesionales y curiosos varios emitían teorías para todos los gustos: que vagaba de cueva en cueva por los abruptos territorios del noroeste pakistaní, que había muerto de causas naturales, que ya no mantenía ninguna capacidad operativa significativa, que si Al Qaeda, su mortífera creación, se había tornado en una franquicia del terror sin vinculación apenas con el que fuera su animador y principal responsable. Pero mientras no constara fehacientemente su vida o su muerte, todo no pasaba de ser una más o menos ilustrada elucubración de ribetes progresivamente hirientes para las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia de los Estados Unidos. Los pocos minutos que el contingente de fuerzas especiales ha empleado para poner fin a esa incertidumbre bien merecen la alegría con que muchos han celebrado el final del asesino.
No serán pocos los que consideran cumplida la venganza que la hecatombe del 11 de septiembre demandaba y romos serían los entendimientos que no comprendieran la profundidad de la angustia que la motiva, pero, reclamando la vindicación o sin hacerlo, en lo que todos coinciden es en el orgullo de haber recuperado la confianza en las capacidades de los que tienen como deber profesional el asegurar la defensa del país y de sus intereses. En su contundencia cinematográfica, la impecable operación ha servido para recordar la calidad bélica del que sigue siendo el primer ejercito del mundo y los riesgos de la aventura: todavía quedan en el imaginario colectivo la tragedia somalí del helicóptero Blackhawk bajo el mandato de Clinton o la catástrofe en la que acabó el intento de rescate de los rehenes americanos secuestrados por los iraníes durante los tiempos de Carter.
Y no son baladíes los efectos de la desaparición del siniestro personaje. Bin Laden había elevado hasta el paroxismo la reivindicación del califato universal y convertido en doctrina sagrada la eliminación física e indiscrimada de los adversarios –genéricamente identificados, por si alguna duda cupiera, como los “infieles”-. Teórico avanzado del “conflicto asimétrico”, fue capaz de generalizar la capacidad destructiva de las hordas de sus seguidores terroristas a lo largo y a lo ancho del mundo, fueran los escenarios Madrid, o Londres, o Bombay, como antes del 11 de septiembre ya lo habían sido Nairobi y Dar es Salaam, por mencionar solo algunas de sus fechorías. No parece que en sus últimos cinco años, los transcurridos desde que decidiera instalarse plácidamente en una localidad turística vecina a la capital pakistaní, se dedicara a jugar a los dados y pronto tendremos ocasión de conocer el alcance de su implicación en varios y renovados esquemas terroristas. No tardará la Casa Blanca –o el famoso periodista Bob Woodward, que a estos efectos es lo mismo- en revelarnos el contenido de los discos duros hallados en la fortificada mansión del renegado saudí. Fácil es imaginar la febril actividad que en estos momentos debe estar desarrollando la CIA para descifrarlos. Como fácil es imaginar la orfandad de los seguidores –el símbolo ha muerto y Bin Laden, a diferencia del Cid, no ganará batallas después del óbito- por más que revistan su frustración con feroces amenazas.
El imán no era inmortal y sus instrucciones, reales o imaginarias, ya no podrán ser impartidas en su monstruoso nombre. Otros intentaran emularle en la senda del terror y desde luego sería ingenuo imaginar que con la eliminación de Bin Laden se entierra definitivamente al terrorismo de inspiración islámica. Pero esto es ya el post binladenismo. Bien haremos en celebrar la desaparición del que dio su nombre al reino del terror. Bien haremos también en precavernos de sus seguidores. No es aventurado presumir que pretendan vengar la desaparición de su jefe y mártir con la organización de una nueva hecatombe. La semilla del odio no muere tan rápidamente como lo hacen los que la siembran. Pero la fábrica necesita una nueva marca y no será sencillo encontrarla con las mismas malignas calidades. También existen grados en el horror y los alcanzados por Bin Laden, reconozcámoslo, eran excepcionales.
Se va Bin Laden de este mundo, seguramente confortado por la certeza de que en el otro le esperan unas cuantas docenas de huríes vírgenes, habiendo conseguido lo que nadie había alcanzado desde el ataque japonés a Pearl Harbor: quebrar profundamente la confianza de los americanos en sí mismos. De paso, introdujo en todo el mundo una profunda alteración de los comportamientos públicos y privados por lo que a la seguridad de refiere. Triste consecución la suya, acompañada, como lo ha sido y lo sigue siendo, por la diabólica promoción de la guerra santa entre el islam y la cristiandad y la no menos perversa intención de retorno al mundo medieval de certezas y brutalidades. Hazañas estas nada despreciables si se tiene en cuenta que, con excepción de su control de Afganistán durante el tiempo de los talibanes, no ha tenido bajo su influencia poder estatal alguno. La maldad tiene también su misterio y Bin Laden lo habita con creces, en un imaginario donde encuentra cómodamente su sitio en la compañía de Hitler, Stalin, Mao Tse Tung y Pol Pot. Entre otros. A cada cual lo suyo. También a los hijos de Lucifer.
Muerto Bin Laden no podemos presumir que haya muerto la rabia ni sus múltiples derivativos. El culebrón nos hará discurrir por los obscuros caminos por los que transitan las relaciones entre los servicios de inteligencia americanos y pakistaníes, por las complicidades de las que el terrorista pudo gozar durante sus diez años de disimulo, por las incidencias del ataque al fortín del sayón, y por tantas otras cosas dignas de nuestra curiosidad y de tantas otras apasionantes novelas. Incluyendo por supuesto las circunstancias de su muerte violenta. Aunque siempre quepa la pertinente pregunta: ¿alguien en algún momento dudó que Bin Laden fuera a tener otra muerte?
Lo que no parece propio es convertir la legítima curiosidad en instrumento arrojadizo al servicio de aquellos que en el hondón de su escaso entendimiento confunden el culo con las témporas y el estado de derecho con la impunidad. Estas almas de nardo siempre sensibles a los derechos de los asesinos e impasibles ante el dolor de las víctimas, profetas post modernos de una ley que premia a los culpables y castiga a los inocentes, simpatizantes perpetuos del horror antiamericano y antioccidental, elevan ahora sus trémulas e indignadas voces en contra de la muerte del mayor asesino en serie de los tiempos contemporáneos.” Cosas veredes, amigo Sancho, porque cierto tengo para mí que el tal Bin Laden, Osama por nombre primero, bien muerto está y reconocimiento merecen los que, después de diez luengos años de búsqueda, certeramente le alancearon”, que diría un apócrifo Caballero de la Triste Figura. Y que el que esto firma plenamente subscribe.
(Javier Rupérez es diplomático y fue embajador de España en Estados Unidos entre 2000 y 2004)
Javier Rupérez, EL CONFIDENCIAL, 8/5/2011