JORGE DEL PALACIO-EL MUNDO
La historia demuestra que los hombres de Estado que han tenido más éxito son aquellos que han sido capaces de «tener pocos miramientos hacia sus propias promesas». Eso decía, al menos, un famoso secretario florentino. Estas palabras podrían ser el guion que ha seguido la carrera política de Pedro Sánchez. El guion de una trayectoria de supervivencia política extrema donde ha sabido interpretar en cada momento el papel que le exigía el libreto. Supo presentarse como el adalid del socialismo liberal, para pasar a enarbolar después el discurso del azote de los poderosos. Fue enemigo declarado del populismo encarnado en Podemos, pero terminó apropiándose de su retórica contra las élites y sus votantes. Se presentó envuelto en una gran bandera española, hasta que cifró como necesario sacar del trastero el concepto de nación de naciones para buscar el favor de los nacionalismos. Y, todo hay que decirlo, no le ha ido nada mal.
Quizás por eso tampoco ha cambiado su forma de actuar tras las elecciones. La política de Sánchez sigue siendo, como la definía Javier Redondo en estas páginas, la política del embozo y el golpe de efecto. Convencido, como diría el florentino, «de que el vulgo se deja seducir por las apariencias» y de que «en el mundo no hay más que vulgo». Por eso Sánchez no tiene ningún problema en pedir a todos, a izquierda y a derecha, que le hagan presidente. Como tampoco encuentra mayor problema en pedirlo simultáneamente. Teatralizando una apertura a derecha que desprecia la mayoría que hizo posible la censura de Rajoy, al mismo tiempo que activa las batallas culturales que persiguen deslegitimar a ese mismo bloque de centro derecha. O, lo que resulta más sorprendente, exigiendo a todos los partidos su investidura como si cada apoyo fuese igual en sus fines y consecuencias para el país. Como si fuese posible disociar la naturaleza de los apoyos del programa de gobierno a desarrollar en los próximos cuatro años.
No cabe duda de que vivimos un momento de transición hacia un nuevo sistema de partidos. Donde cada uno trata de adaptarse al nuevo escenario y busca maximizar su posición. Donde todos tantean estrategias, exploran alianzas y tratan de armonizar sus objetivos con la supervivencia organizativa. Y este proceso de adaptación y defensa de un espacio propio no hace sino dificultar la búsqueda de acuerdos. Circunstancia que complica la vida tanto al PSOE como al resto. Sin embargo, no todos tienen la misma responsabilidad. Y toca al ganador de las elecciones mover ficha.
Por eso corresponde a Sánchez decidir qué hacer con el resultado de las elecciones. Puede seguir jugando con los partidos y las instituciones, amagando con una mayoría o su contraria, como si todo diese igual con tal de aferrarse al poder. O, por el contrario, podría intentar hacer efectiva, de forma clara, sería y responsable, alguna de las mayorías que se le ofrecen en el Congreso. Sería, de paso, una buena manera de saber qué queda del PSOE después de tanto quiebro, ademán y golpe de efecto: si un partido con visión de Estado o pura maquinaria electoral al servicio de su líder.