Ignacio Varela-Él Confidencial
- Andalucía viene siendo el territorio de mayor valor estratégico en la política española
Igual que el PSOE necesita Andalucía para ganar en España, si hoy el PP tiene una sólida expectativa de regresar a la Moncloa es porque Moreno Bonilla ha asentado firmemente su poder en San Telmo. Andalucía puede ser la tumba de Sánchez y la principal rampa de lanzamiento de Feijóo, y ambos lo saben.
Las elecciones del 13 de febrero en Castilla y León tuvieron un impacto importante en la política española porque aceleraron la crisis interna del PP, que desembocó en la caída abrupta de Pablo Casado y la llegada de Alberto Núñez Feijóo al sillón que le esperaba desde 2018. Ese cambio de liderazgo detuvo la espiral autodestructiva en que se había metido el primer partido de la oposición y ello se reflejó rápidamente en las encuestas.
Por lo demás, creo que se ha exagerado la repercusión nacional tanto del resultado del 13-F como del posterior acuerdo de coalición entre el PP y Vox. Dudo mucho que, fuera de las fronteras de ese territorio (incluso dentro de ellas), la opinión pública se haya conmovido tanto como pretende el oficialismo, secundado por un ejército de comentaristas ahítos de grandes instantes. Con todo respeto por la comunidad autónoma más extensa de España, es difícil que su política doméstica condicione decisivamente el escenario nacional.
No es el caso de Andalucía. Este viene siendo el territorio de mayor valor estratégico en la política española casi desde el principio de la democracia. Cuando Andalucía estornuda, todos los partidos corren a ponerse el termómetro. No quiero decir que los resultados electorales de Andalucía se trasladen al ámbito nacional; pero sí que muchos de los fenómenos de fondo que han marcado duraderamente los carriles de la política española se originaron allí, en el sur.
La rebelión andaluza de febrero de 1980 —plasmada en el célebre referéndum— tuvo al menos tres consecuencias trascendentales: en primer lugar, desencuadernó el diseño del Estado autonómico tal como los partidos constituyentes lo habían dibujado. Se admita hoy o no, todo se dispuso para consolidar dos niveles de autogobierno: uno para las llamadas ‘nacionalidades históricas’ (Cataluña, País Vasco y Galicia) y otro para las demás. Andalucía pateó el tablero y abrió el agujero por el que se colaron muchas más. Desde entonces, ha resultado imposible poner orden y armonía en el funcionamiento del Estado autonómico. Es más, aquello creó en los nacionalismos —singularmente en el catalán— una evidente incomodidad y una pulsión por fortificar hasta el delirio el ‘hecho diferencial’. Pujol lo explicaba en privado: cada vez que equiparan a Murcia o a La Rioja con nosotros, decía, me obligan a subir el listón. Esa lógica diabólica los llevó finalmente al disparate del ‘procés’.
Además, ahí se gestaron otros dos hechos de largo recorrido: la hegemonía electoral del PSOE en Andalucía y la condena de la derecha española, que se ha pasado varias décadas purgando su obstrucción empecinada al referéndum del 28-F. De lo que en origen fue un triunfo partidario se hizo nada menos que la fiesta nacional de Andalucía, asumida incluso por quienes perdieron aquella contienda. Y la fuerza ganadora se convirtió en un partido-nación, equivalente al PNV en el País Vasco, Convergència en Cataluña o el PP en Galicia. El PSOE se autoproclamó “el gran partido de los andaluces”, y desde ahí edificó gran parte de su fortaleza.
Durante cuatro décadas, el Partido Socialista se recostó sobre su dominio absoluto de Andalucía para construir sus victorias o sobrevivir a sus derrotas en España. Andalucía fue el muro de carga que sostuvo en pie al PSOE incluso en los momentos más comprometidos. El recurso de hacer coincidir las elecciones andaluzas con las generales se les ocurrió a ellos, y lo usaron con éxito en cinco ocasiones. Consecuencia: hoy como ayer, ganar contundentemente en Andalucía es el primer requisito —no el único, pero sí el único imprescindible— para que el PSOE aspire a ganar unas elecciones en España. Sin eso, todo lo demás le resultará insuficiente.
En paralelo, la derecha se ha encontrado frecuentemente ante el obstáculo insuperable de hacerse perdonar el pecado original. Tengo para mí que el PP perdió algunas elecciones generales que podría haber ganado por no lograr que los andaluces le levantaran el castigo.
Todo eso se acabó en las elecciones andaluzas de diciembre de 2018. El PP obtuvo en ellas el peor resultado de su historia; pero gracias a una carambola y a que los socialistas también naufragaron (pese a mantenerse como el partido más votado), entonces encontró la derecha su redención andaluza. En términos numéricos, los triunfadores de aquella jornada fueron Ciudadanos, que hizo la mejor campaña de su efímera historia como partido nacional, y Vox, que apareció por primera vez en la escena como actor determinante con capacidad para decidir gobiernos. Pero el ganador real resultó ser un político oscuro y semianónimo, llamado Juan Manuel Moreno Bonilla, a quien sus dirigentes nacionales ya le tenían preparada la tarjeta roja tras el enésimo fracaso.
Los convergentes perdieron transitoriamente el poder en Cataluña, pero regresaron y, dispuesto a que aquello no volviera a suceder, el insensato Mas se subió al carro del independentismo insurreccional. El PNV fue desalojado del Gobierno vasco en 2009, pero regresó muy pronto y tiene pinta de quedarse ahí para siempre. Fraga perdió el poder en Galicia en 2005, pero Feijóo lo recuperó a la siguiente y reinstauró el régimen, hasta el punto de permitirse ahora el lujo de venirse a Madrid dejando todo atado y bien atado.
El drama de los socialistas es que perdieron Andalucía y, si no la recuperan esta vez —nada indica que eso pueda ocurrir—, les espera una larguísima travesía del desierto. Lo más grave es que no disponen de una pieza de repuesto sobre la que sustentar una mayoría a nivel nacional.
Los dos aparatos de poder clientelar más poderosos que existen en España son la Generalitat de Cataluña y la Junta de Andalucía. Quien los administra duraderamente en su provecho puede alcanzar niveles impresionantes —y preocupantes— de control del entramado social. Eso hizo el PSOE durante cuatro décadas; y el PP, tras estudiar el modelo con todo detalle, lo está reproduciendo con notable eficiencia. Es más, Moreno Bonilla se ha trasmutado en un calco de Manuel Chaves, a quien imita hasta en la gestualidad y la cadencia en el hablar. La reválida del 19-J puede abrir una hégira de la derecha en el poder de Andalucía.
En el otro lado, Sánchez consiguió hacerse con el control orgánico del otrora imbatible PSOE de Andalucía a cambio de convertirlo en un guiñapo desorientado y descabezado, que se siente perdedor desde antes de comenzar la batalla. En el pecado llevará la penitencia, porque el actual partido sanchista tiene algo en común con el antiguo Partido Socialista: para ambos, sin Andalucía, no hay Moncloa.