Miquel Escudero-El Imparcial

Lady Godiva es un personaje de leyenda que se sitúa en el siglo XI y en Coventry, en las Tierras Medias (Midlands) de Inglaterra. Estaba casada con un poderoso conde, a quien le pidió que se apiadara de sus súbditos y aliviara su gran carga fiscal. El marido la retó y le dijo que satisfaría su petición si ella recorría la ciudad a lomos de un caballo y desnuda, sólo cubierta por sus largos cabellos. Una humillación erótica para poner en conflicto su vergüenza y su convicción. Ella antepuso el beneficio de sus vecinos y cumplió la condición que le impuso su bellaco esposo. En correspondencia, los lugareños se quedaron en casa y se cerraron para no verla. Todos menos un sastre que no se resistió a escudriñar desde una ventana la belleza de aquella dama generosa y magnificente. Este hombre recibió el nombre de ‘Peeping Tom’, y ha perdurado hasta nuestros días como sinónimo de mirón.

Dio título también a una película de Michael Powell, rodada en 1960 y que se presentó en España como El fotógrafo del pánico. La he vuelto a ver. Es la historia de un fotógrafo de artistas de variedades, un joven tímido y ‘sin bebidas alcohólicas’, llamado Mark. El actor que lo representó fue Karlheinz Böhm, hijo de un director de orquesta y de una cantante de ópera. Parece que intentó ser pianista, pero desistió del empeño y se hizo actor; se ha dicho que en la idea de que fueran menos odiosas las comparaciones inevitables con sus destacados progenitores. Unos años antes, Böhm había interpretado el papel de Francisco José I de Austria en Sissi Emperatriz, el marido de la deslumbrante Romy Schneider, que era hija de actores.

Volviendo a la película de Powell, el misterio envuelve la vida de aquel joven solitario que se dedica a hacer fotos, que no se permite bromear en ninguna ocasión y que, absorto en su labor, busca el vestigio de unos ojos llenos de vida, aun en un rostro deforme.

Helen, una vecina de 21 años, se encapricha con él y persigue conocerlo mejor. Mark simpatiza con ella, admira su franqueza y simplicidad, que le hacen sentirse confiado; además, su presencia le produce ilusión. La joven consigue que le enseñe filmaciones suyas de cuando era niño, una enorme cantidad de películas conservadas cuyo autor fue su padre, un científico obsesionado con las imágenes hasta llegar al sadismo. Así, averiguamos que le grababa cuando dormía o en el momento de despertar, arrojándole incluso un lagarto encima para dejar constancia de su reacción y del grado de miedo que padecía. “¿Por qué lo hacía? -le pregunta su ingenua amiga- Me gustaría entender lo que veo. Un lagarto no es una mascota”.

El joven, atormentado por su recuerdo de niño, le responde azorado a Helen que no disfrutó de un solo momento de intimidad o de espontaneidad durante su niñez. Su padre estudiaba su crecimiento a todas horas, incluso le grabó junto al féretro de su madre, despidiéndose de ella. Una ilimitada y trágica tortura paterna. Seis semanas después, su madre tuvo una sucesora que compartía con su pareja aquella perversa y humillante intrusión, aquel atroz abuso.

La muerte como sorda venganza, o como cumplimiento de un maldito designio, aparece en toda la película de forma continua. Sólo la actitud de Helen permite acercarnos al ‘secreto de Mark’, un grabador compulsivo que entendía que el instinto es una cosa maravillosa, y lamentaba que no pudiera ser grabado. Su necesidad de observar era patológica, la de un voyeur, una práctica que recibe también el nombre de escoptofilia (afición a mirar, en griego) en su consecuente excitación sexual.

La proximidad amorosa de Helen le hace posible al joven decir que el miedo es lo más aterrador que existe. Por esto le suplica, ansioso y alterado por una invencible pasión destructiva: “No salgas de la oscuridad”, porque no la quiere ver asustada. ¿Qué sucede? Que eso le lleva de forma imparable a matar y a grabar su crimen.

Pesaroso y aturdido, Mark proclamará una frase a la que habría que darle alguna vuelta, especialmente hoy que vivimos saturados de fotos y vídeos: “Todo lo que grabo acabo perdiéndolo”.

En este caso, el cariño amoroso de la bestia por la bella le llevaba a evitar enfocar hacia ella su pasión enfermiza por grabar y destruir, era la oportunidad de sanar para un desesperado crónico.