Fernando Navarro-El Español
  • De nuevo, nuestro presidente se carga una institución para permanecer en el poder. Otra vez subordina la arquitectura institucional a su interés personal.

«Estoy en una pesadilla de Kafka«. Eso es lo que usted probablemente pensaría si se viera obligado (Dios no lo quiera) a leer la vigente Ley 9/2017 de Contratos del Sector Público.

Es posible que atribuyera su redacción a una inteligencia no humana, tal vez un gigantesco y maniático insecto.

El texto distingue entre contratos y formas de contratar según clasificaciones entreveradas difíciles de entender a simple vista.

Hay contratos administrativos y privados, y si creen que los primeros se rigen por el Derecho administrativo y los segundos por el Derecho privado, se equivocan: sería demasiado fácil.

Hay incluso contratos «sujetos a regulación armonizada» (¿quién habla así?).

Las normas aplicables varían según si el que contrata es una administración, un «poder adjudicador» (de nuevo, ¿quién habla así?) o cualquier otra cosa.

En cuanto a la forma de contratar, hay procedimientos abiertos, restringidos, simplificados, con negociación, de diálogo competitivo y de asociación para la innovación.

Todo este galimatías es desarrollado minuciosamente a lo largo de 347 artículos y 272 páginas, y sospecho que uno de los mayores índices de suicidio se encuentra entre los analistas de la ley.

Se suele decir que hay dos cosas que es mejor no saber cómo se hacen, las salchichas y las leyes. Puedo dar fe de esto último porque participé en la ponencia de la vigente Ley de Contratos, y espero que algún día puedan disculparme por ello.

En realidad, la idea del difunto Ciudadanos era buena: simplificar los trámites administrativos de la Ley (que pretenden vigilar la contratación ex ante) y crear un supervisor de la contratación que la controlara ex post, algo que la abundancia de datos, y la existencia de portales centralizados de contratación, parecía permitir.

Esto no apetecía, obviamente, a ningún partido, y el PP lo aceptó a regañadientes.

Así nació la Oficina Independiente de Regulación y Supervisión de la Contratación, nombre poco comercial que auguraba un triste fin. En efecto, el Partido Popular puso a su frente a una persona competente, no le asignó el menor recurso, y la oficina murió.

Pueden ver sus restos en el artículo 332, como quien contempla las momias en el British Museum.

Pero ¿por qué esta ley diabólica?

Pues, básicamente, la única razón para crear unos trámites tan complicados es esta: eliminar la arbitrariedad en la contratación.

Que los que manejan dinero público no puedan contratar a sus votantes o amigos, sino a quien presente la mejor oferta.

Por eso la ley diseña procedimientos que favorecen la neutralidad. Por eso es necesario redactar y publicar unos pliegos, iguales para todos los licitadores. Y por eso pueden participar en las licitaciones todas las empresas (aunque sean israelíes) sobre las que no concurra una prohibición de contratar, que debe producirse por sentencia firme.

Se trata, insisto, de que desaparezca la arbitrariedad, y con ella la corrupción. Que Koldo o Ábalos no puedan dar los contratos a sus amigos (o amigas).

Esto es lo que ahora se ha cargado Pedro Sánchez al resolver el contrato de suministro de munición adjudicado a una empresa israelí.

Porque el motivo de la resolución es absolutamente arbitrario: contentar a sus socios de Gobierno para mantener la coalición.

Ahora Sánchez reduce a cenizas el espíritu de la Ley de Contratos. Sí, ya sé que con todo lo que ha hecho hasta ahora esto puede parecer una minucia.

Pero observen que revela un patrón. De nuevo, nuestro presidente se carga una institución para permanecer en el poder. Otra vez subordina la arquitectura institucional a su interés personal. Y todo esto sin entrar a hablar de la inmoralidad que supone boicotear a un Estado democrático que fue atacado el 7-O para contentar a unos socios que se mueven en la periferia de la democracia.

Mientras se hacen visitas oficiales a la dictadura china.

Mientras se compran ingentes cantidades de gas a la autocracia que perpetró la masacre de Bucha.

Y todo esto sin mencionar la indemnización que habrá que pagar por esta cacicada, que puede llegar al 100% del importe del contrato.

Esta es la parte económica del precio que pagaremos todos para que Sánchez continúe en Moncloa. La más grave, que también pagaremos, es el continuo deterioro institucional.