Pedro García Cuartango-ABC

  • Cuando se pierde la palabra y la coherencia, al final no te queda nada

Pertenezco a una generación que fuimos educados en la idea de que la palabra era algo sagrado, que había que mantener por encima de cualquier circunstancia. En la escuela católica en la que yo estudié, me enseñaron que la mentira no sólo era un pecado, sino que además deshonraba al que la profería. Si uno cometía algo reprobable o vergonzoso, el hecho de reconocerlo ya suponía una redención de la culpa.

Mucho más importante en un dirigente político que ser de derechas o de izquierdas es decir la verdad y respetar los compromisos. Siempre admiré, por ello, a Margaret Thatcher, hacia la que no sentía ninguna afinidad ideológica, pero respetaba por su coherencia. Hacía lo que decía y decía loque hacía. En cambio, François Mitterrand me parecía un cantamañanas por sus mentiras y sus contradicciones a pesar de que estaba de acuerdo con sus ideas. Revel escribió que era un maestro de la duplicidad y la traición a sus aliados.

No albergo ninguna duda de que el mayor patrimonio de un dirigente es su credibilidad. Los grandes líderes como Churchill, De Gaulle o Adenauer nunca mintieron a su electorado. Era sencillamente inimaginable que recurrieran a falsas promesas para mantenerse en el poder. Todos ellos habían luchado contra el nacionalsocialismo y odiaban su retórica.

Pedro Sánchez nació en 1972 en las postrimerías del franquismo y ha crecido en una cultura política que nada tenía que ver con ese apego a la verdad y el valor de la palabra. Era un niño cuando se celebraron las primeras elecciones democráticas y, años más tarde, cuando González comenzó a gobernar.

Es obvio que el mundo de la juventud de Sánchez era muy distinto del que conocimos los que nacimos pocos años después de la II Guerra Mundial. España había cambiado, la educación y la mentalidad eran diferentes. Pero eso no basta para explicar por qué un político que preside el Gobierno y es el secretario general de un gran partido tiene un nulo apego al valor de la palabra y traiciona todos sus compromisos como el que bebe un vaso de agua.

No vale justificarse en que han cambiado las circunstancias, ni en que se rectifica por el interés general. Si uno ha prometido que no va a gobernar con Podemos, que no va a indultar a los presos del ‘procés’ o que jamás pactará con Bildu, debe renunciar al poder antes que traicionar esos compromisos. Son líneas rojas que no se pueden cruzar sin perder la credibilidad.

El problema de Sánchez es que ya nadie le cree. Ni sus socios. Todos saben que lo que afirma carece de valor. Ha optado por mantenerse al frente del Ejecutivo a costa de prescindir de sus principios. Y es obvio que, tarde o temprano, pagará un alto precio por ello. El poder y los cargos son siempre pasajeros. Cuando se pierde la palabra y la coherencia, al final no te queda nada.