Lo racional y lo razonable

 

Nada contribuye tanto a reforzar la marea oscurantista de quienes sostienen que sin religión no puede haber moral, como descalificar la reflexión ética por suponerla un subproducto de la mentalidad religiosa. Coinciden alarmantemente quienes propugnan una «ley natural» de origen divino y quienes nos conminan a resignarnos a una «ley natural» evolutiva.

Hace pocos meses, el premio Nobel James Watson causó justificado escándalo y repudio al dudar de la utilidad de la ayuda económica al desarrollo africano, dada la inferioridad intelectual de los negros cuya evidencia basaba en pruebas tan fehacientes como ésta: «Todo el que ha tenido un criado negro se da cuenta de que son intelectualmente inferiores». Omitía mencionar el aspecto más interesante del asunto, la opinión moral sobre los blancos que podría generalizar el criado en cuestión después de conocer al amo Watson.

La mayoría de quienes han criticado a Watson (quien por cierto ya en su viejo libro La doble hélice había demostrado suficientemente que se puede ser notable en ciencia experimental y a la vez un arribista y un bribón sin escrúpulos) le reprochan lo vago de la noción de «inteligencia» que maneja y la inexactitud de sus datos sobre la capacidad mental de los africanos, ignorando hábitos culturales y antropológicos, etcétera. Pero queda flotando en el éter de los sobrentendidos la posibilidad a contrario de que, si la inteligencia fuese mensurable con rigor y si se demostrase que los negros son estadísticamente menos capaces de ella que otras etnias, estaría justificado no derrochar nuestra solidaridad en ayuda de su imposible desarrollo. Sostener lo contrario, al parecer, sería alinearse con posiciones religiosas y prejuicios espiritualistas indignos de nuestra época ilustrada. Por el contrario, opino que el caso Watson es una buena muestra de la incapacidad del conocimiento científico para sustentar suficientemente ni mucho menos sustituir al razonamiento moral. A mi juicio, Watson no peca de mal corazón sino de racionalidad insuficiente. Al fin y al cabo, se puede ser imbécil en muchos terrenos distintos y quien lo es en moral no merece menos el calificativo que quien lo es en física o matemáticas.

Cierta tendencia cientifista -que no científica- contemporánea aspira a relativizar todas aquellas apreciaciones éticas que no pueden ser sustantivadas en fundamentos biológicos o neurológicos de nuestra especie. Incluso en ciertos casos, algunos epígonos poco perspicaces de la psicología evolutiva tratan de convencernos de lo inútil que es la indignación moral (o incluso, lo que es peor, la educación) frente a prácticas seculares como la violación o la agresividad contra el extraño, puesto que fueron estrategias útiles a la especie adquiridas definitivamente en los difíciles y largos eones de la Edad de Piedra. Según bastantes de ellos, sólo los curas y los predicadores de toda laya se empeñan en agitar el espantajo de los prejuicios éticos frente al arrollador avance de la tecnociencia, cuyos logros por lo visto no pueden someterse sino al enérgico baremo olímpico de «siempre más alto, siempre más rápido, siempre más fuerte». Incluso un observador tan agudo como Arcadi Espada despacha a Michael Sandel -empeñado en un uso público de la filosofía para debatir cuestiones morales contemporáneas y del que acaba de traducirse Contra la perfección (ed. Marbot), sobre la ingeniería genética- con el mote derogatorio de «cura párroco».

Aquí como en otras ocasiones, vuelve a comprobarse que el mayor peligro de las vanguardias es adelantarse tanto a su propio bando que acaban pasándose al enemigo. Porque nada contribuye tanto a reforzar la creciente marea oscurantista de quienes sostienen que sin religión no puede haber moral como descalificar cualquier reflexión ética por suponerla un subproducto inconfeso de la mentalidad religiosa. Precisamente lo que ofrecen los líderes religiosos de todas las confesiones dogmáticas (secundados por políticos como Clinton, Bush o Sarkozy, con su apología de la «trascendencia» e incluso en cierto modo pensadores laicos como el último Habermas) es la exclusividad moral del fundamento sagrado, un suplemento de conciencia inencontrable ya en cualquier otro espacio ideológico de nuestro mundo descorazonado. Se da una coincidencia alarmante entre quienes propugnan una «ley natural» de origen divino y quienes nos conminan a resignarnos a una «ley natural» evolutiva, hoy interpretada y prolongada por el despliegue científico. Por lo visto las diversas «civilizaciones» representadas por creyentes en algún Absoluto sobrehumano van finalmente a aliarse, sí, pero contra nosotros, los incrédulos humanistas…

Desde luego, sería injusto culpar sin más a la ciencia de esta deriva. Lo explicó muy bien hace más de setenta años Bertrand Russell, poco sospechoso de clericalismo: «Los expertos prácticos que emplean la técnica científica, y todavía más los Gobiernos y grandes firmas que emplean a los expertos prácticos, adquieren un espíritu muy diferente al del hombre de ciencia: un espíritu lleno del sentido de un poder ilimitado, de certeza arrogante y del placer de la manipulación hasta del material humano. Este es el reverso del espíritu científico, pero no puede negarse que la ciencia ha ayudado a desarollarlo» (en Religión y ciencia). Los descubrimientos científicos de la psicología evolutiva, la neurología o la antropología nos ayudan sin lugar a dudas a mejorar nuestra comprensión de la conducta humana y su motivación, pero no pueden monopolizar ni mucho menos sustituir la reflexión propiamente ética sobre valores e ideales. Lo que cuenta hoy para nosotros al intentar responder a la pregunta «¿cómo vivir?» no es rememorar con fatalismo las estrategias evolutivas que nos ayudaron a sobrevivir en la Edad de Piedra sino precisar y potenciar aquellas otras que nos permitieron salir de ella.

En dos palabras: es preciso no confundir lo racional con lo razonable. Lo racional busca conocer las cosas para saber como podemos arreglárnoslas mejor con ellas, mientras que lo razonable intenta comunicarse con los sujetos para arbitrar junto con ellos el mejor modo de convivir humanamente. Todo lo racional es científico, pero la mayor parte de lo razonable ni es ni puede serlo: no es lo mismo tratar con aquello que sólo tiene propiedades que con quienes tienen proyectos e intenciones. El discurso reflexivo de lo razonable se basa en lo estricta y científicamente racional, pero también en lo que aportan de razonable las tradiciones religiosas, poéticas, filosóficas, jurídicas, políticas, estéticas, etcétera. Sólo los bárbaros, es decir los profetas integristas, pretenden darlas por nulas y no avenidas en nombre de alguna verdad incontrovertible y aplastante, revelada por Dios o por la ciencia. Y ese discurso razonable, por el que abogaron John Rawls y el mejor Habermas entre tantos otros, sigue siendo hoy en la era posmoderna más imprescindible que nunca para valorar las nuevas realidades de la genética, de la tecnología, de la sociedad de la hiperinformación, así como las más recientes demandas sociales y los derechos individuales hasta ahora inéditos. Una lengua razonable colectivamente necesaria para apreciar, comprender y sobre todo para orientar la actitud institucional ante esos sugestivos desconciertos.

Todo menos dejarnos ofuscar por el despistado James Watson y sus semejantes, porque ya nos previene Ramón Eder de que «hay científicos tan distraídos que no recuerdan ni dónde han dejado la ética» (Ironías).

Fernando Savater, EL PAÍS, 7/2/2008