Josep Ramoneda, EL PAÍS, 28/7/2011
La capacidad de contrapeso al poder central desde la periferia quedará prácticamente en manos de Cataluña. Lo que puede ser una premonición del conflicto dominante en esta etapa. Descartadas, como he dicho, por falta de voluntades contratantes, la solución federal y la confederal, quedan otras dos opciones: la restauración centralista y la época de las independencias.
De modo cíclico, la cuestión autonómica reaparece en el debate público, casi siempre con la financiación de por medio, como ocurre estos días con la convocatoria del Consejo de Política Fiscal. Los ciclos son cada vez más cortos y la sensación de callejón sin salida es cada vez más grande. Ahora ha vuelto el debate a cuenta del déficit de las autonomías. Es un modo de decirlo, porque la deuda de las autonomías lo es también del Estado del que son parte y porque los gobiernos utilizan las autonomías para transferirles parte de su déficit, con impagos, transferencias no dotadas y otros trucos. Con un Gobierno interino, la casi totalidad de las comunidades en manos de la oposición y una campaña electoral a la vista, todo se reduce a ganar tiempo. El PP, en su campaña de acoso y derribo al Gobierno, no tiene reparo en pedir más dinero para afrontar la crisis, que es exactamente lo contrario de lo que hará cuando gobierne y de la apuesta por la austeridad radical en la que milita. La debilidad del PSOE le deja sin autoridad para imponer exigencias a las autonomías, menos endeudas que el Gobierno central.
Pero no es de este episodio concreto del que quiero hablar, sino de la deriva del Estado autonómico hacia una situación aporética, que hace difícilmente pensable una solución a medio plazo que no pase por la ruptura. ¿Qué hemos ido aprendiendo en el despliegue de este ingenio? Lo primero y principal es un problema estructural del modelo, del que emanan todas las dificultades: el Estado de las Autonomías está muy descentralizado en el gasto y muy poco en la decisión política. Sin duda, era el objetivo: que el Gobierno central no perdiera las riendas. Pero con el tiempo se ha demostrado que es una limitación que conduce a la insatisfacción permanente y al mal gobierno. La crisis ha hecho más evidente la realidad de las autonomías: al tener poco margen presupuestario para diseñar políticas propias, el endeudamiento se da por añadidura.
Del pecado original de querer resolver un problema de dos o de tres creando 17 soluciones surge la contradicción que acabo de describir. El Estado de las Autonomías es un misterioso cruce de personas distintas y naturalezas comunes, que ha hecho imposibles las opciones que podían parecer racionales: un federalismo real, que se ha demostrado que nadie quiere, ni en el centro ni en la periferia; o una forma confederal que desde el centro se teme porque existe la reputación de inviabilidad de los Estados de este tipo. Con lo cual ha ido evolucionando hacia formas de caciquismo posmoderno, con unos potentes sistemas clientelares locales, que intentan, con desigual fortuna, ejercer presión sobre el poder central.
La crisis ha puesto al límite las costuras económicas de este Estado. Del mismo modo que el proceso de reforma estatutaria de Cataluña ha constatado la estrechez de sus costuras políticas. De modo que 30 años después, los problemas que provocaron el nacimiento de este modelo -el encaje de Cataluña y el País Vasco- siguen sin haberse resuelto. Con una diferencia importante: que estos países han crecido en voluntad emancipatoria. Y, por lo que hace al caso vasco, con la gran noticia de que ETA está saliendo de la escena, es decir, que Euskadi entra en plena normalidad democrática.
Con todas estas dificultades, si Rubalcaba no lo remedia, el Estado de las Autonomías va camino de entrar en una nueva fase, con casi todo el poder central y autonómico en las mismas manos. La capacidad de contrapeso al poder central desde la periferia quedará prácticamente en manos de Cataluña. Lo que puede ser una premonición del conflicto dominante en esta etapa. Descartadas, como he dicho, por falta de voluntades contratantes, la solución federal y la confederal, quedan otras dos opciones: la restauración centralista y la época de las independencias. Es probable que el PP intente una recentralización suave, a partir de su hegemonía territorial, pero una verdadera restauración parece poco viable, porque después de 30 años los poderes autonómicos se han asentado y nadie renuncia fácilmente a estas posiciones. Cualquier intento en esta dirección, además, radicalizaría la relación con Cataluña y conduciría directamente a la otra solución: las independencias. A estas alturas, después de ver cómo los clichés, los desencuentros y las acusaciones mutuas de deslealtad se repiten eternamente, sin ningún signo de reconocimiento, uno acaba pensando que es ya la única solución racional. Aunque, por más que diga el clásico, no siempre lo racional es real.