- Yo no escondo —¿por qué iba a hacerlo?— que me hice monárquico de verdad, no accidentalista, por un valiente discurso real de 2017
El consenso dejó hace tiempo de ser un comodín que aglutinaba lo disperso y alineaba lo diverso. Los órdenes estables tienen sus fórmulas solemnes, eso va con la humana condición, que es social e individual. Fuerzas disparadas se equilibran gracias a los símbolos, las palabras rituales, los colores y escudos adecuados. Uno de los mayores errores del marxismo fue la insensata degradación a «superestructura» de lo realmente determinante, de todo aquello que en realidad decide los movimientos de la historia porque mueve los afectos como el arte, los ordena como el oficio de las armas y los dota de más poder del que jamás tendrá una huelga revolucionaria o una arenga partisana. O cualquier otro invento de los que exhiben energía sustrayéndosela a la propia sociedad que se trataba de proteger o mejorar.
Las doctrinas basadas en intereses irreconciliables, las máquinas de movimiento perpetuo a las que en realidad hay que dar cuerda con tanto resentimiento como sea posible, han perdido toda su autoridad, a Dios gracias, entre las gentes leídas. Problema aparte es la confusión sobre quiénes sean esas gentes. Pero nada cambia en verdad porque le llamen cultura a la peor zafiedad (siempre que sea de izquierdas), porque se considere leído a quien conoce una sola escuela con lagunas, porque apenas pueda la masa alfabetizada, escolarizada, y aun pasada por la universidad, entender un texto discretamente interdisciplinar o que exija concentrar un minuto la atención. Nada cambia, pues las doctrinas que negaron la supremacía de la idea han muerto donde tenían que morir: en la cabeza de quienes las entienden. Lo demás es ruido.
Establecido que el símbolo (no otra cosa es el Rey), la bandera, el himno, la indefectible comparecencia a las nueve de la noche del 24 de diciembre ante las cámaras, las demás solemnidades esperadas y, en fin, todo eso que la canalla de extrema izquierda llama «turra» son lo esencial —muy por encima de las exportaciones del último trimestre y de las no reformas laborales—, podemos juzgar. Juzgar poco, juzgar lo justo, que no está el horno para bollos. Voy.
La palabra consenso ya no es aquel comodín. El efecto que logra es contrario al deseado porque el tiempo pasa, y la mayoría de españoles solo puede relacionar el manido término con chalaneo, pasteleo, bipartidismo, decepción, tápame por aquí que yo te taparé por allí. Nada del ejercicio de generosidad que hicieron aquellos para quienes la guerra no era un motivo de propaganda sino una experiencia personal.
Por otra parte, que contra el bien común trabaja el Gobierno lo sabemos todos a excepción de algunos de los fenómenos geológicos que aún votan al PSOE. En cuanto a la serenidad, bien, siempre es conveniente. Incluso en el fragor de la batalla. Yo no escondo —¿por qué iba a hacerlo?— que me hice monárquico de verdad, no accidentalista, por un valiente discurso real de 2017. Quiera Dios que esa valentía y esa claridad no se diluyan nunca, pues lo simbólico conforma la realidad social