EL ECONOMISTA 13/12/14
NICOLÁS REDONDO
Eric Hobsbawm: «Las palabras son testigos que a menudo hablan más alto que los documentos». No cabe duda, cada época se puede interpretar por medio de un ramillete de palabras que nos enseñan más que los documentos y legajos de un periodo histórico. Lo mismo se puede decir de la literatura; no hay mejor descripción de los orígenes del bovarismo español de los siglos XVI y XVII que la realizada por Cervantes, muy especialmente en el Quijote, pero no es la única.
Su participación en la «batalla más heroica que los tiempos vieron» en contraste con la vida grisácea que tuvo en España, una vez devuelto de las tierras de Argel, sin reconocimiento oficial alguno, deambulando, según los apremios económicos, entre Sevilla, Madrid y Valladolid… nos muestra un autor que enaltece lo que empezaba a ser pasado y se entristecía por una decadencia que ya se apreciaba si se prestaba atención a la precaria situación económica del vasto imperio de Felipe II: «quedar las arcas vacías/ donde se encerraba el oro/ que dicen que recogías/ nos muestra que tu tesoro/ en el cielo escondías».
¿No es cierto que el soldado de Lepanto describió el inicio de una quiebra: la España que fue y la que es, la real, la que empieza a notar su decadencia, su ensimismamiento, su lucha imposible para que el homogéneo pasado no desapareciera en las zozobras de una reforma religiosa que había incendiado los ánimos de media Europa y amenazaba con invadir las conciencias de los españoles?
Hoy si analizamos la vida pública española, sin quedarnos en lo epidérmico, notaremos una vuelta al aislamiento cultural y político. Por mucho que invoquemos a la UE o por muchas cumbres latinoamericanas que patrocinemos, la vida política se desarrolla en torno a los problemas de toda la vida y con las pasiones y la falta de racionalidad que siempre nos ha caracterizado: lo que llamamos hoy el problema territorial ha sido característico en nuestra historia, prisioneros de un localismo que siempre ha sorprendido a nuestros visitantes, el abrazo casuístico, y por lo tanto arbitrario, a la causa de una justicia humana y justiciera en detrimento de una aplicación objetiva y rigurosa de la ley.
Expresión dominante en nuestra historia y que hoy pervive en la confianza depositada en los líderes partidarios, antes llamados caudillos, en detrimento claro del sistema, de las instituciones; y sobresale igualmente la gran capacidad para engañarnos a nosotros mismos, para tranquilizar una conciencia que se sorprende negativamente con todo lo nuevo. Decimos que las nuevas generaciones son las mejor preparadas, lo que siempre ha sido y será cierto, sin tener en cuenta que, sin embargo, nunca han tenido las dificultades que hoy tienen para adaptarse a una realidad que exige como nunca ha exigido.
La vida pública española tiene trazas de haber embarrancado después de unos años de dinamismo y de iniciativa privada y pública, individual y social. Todo el espacio público ha quedado en manos de los grandes partidos nacionales o nacionalistas y esto les obliga a la exageración, a una política de grandes titulares, aprisionando la vida pública española que en otros lares transcurre más plácidamente, con menos pasiones.
Entre el quietismo y los terremotos
Nuestros vecinos tienen problemas parecidos, pero están mejor preparados para enfrentarlos. En Francia la extrema derecha aumenta su apoyo día a día y el socialismo tiene un debate que amenaza con quebrar al partido del presidente de la República. Pero los socialistas franceses tienen el debate que la revolución de las nuevas tecnologías y la globalización imponen a la izquierda en todo el mundo, mientras en España el socialismo democrático parece arrinconado por alternativas tan trasnochadas que necesitan camuflarse con los ropajes propios de la socialdemocracia.
Es más, los franceses tienen el convencimiento de que sus instituciones son suficientemente poderosas como para integrar las explosiones del chauvinismo radical, en tanto que nosotros tememos que el fenómeno político dirigido por Pablo Iglesias Jr. haga añicos al sistema constitucional del 78. Nos seguimos moviendo entre el quietismo y los terremotos, entre el miedo a lo nuevo y la aceptación acrítica de las novedades.
En el mundo de la cultura oficial creo que podemos decir lo mismo, con la desgracia añadida de que la critica prudente la convierten los criticados en anatema. Nos desenvolvemos entre la reproducción empobrecida de lo que viene de fuera y el casticismo, siendo excepcionales las obras que trascienden la anécdota o el localismo. La cultura española me hace recordar las palabras de Azorín: «?con sus periodistas vacíos y palabreros, con sus dramaturgos tremebundos, con sus poetas detonantes, con sus pintores teatrales… Y es con su vulgarismo, con su total ausencia de arranques generosos y de espasmos de idealidad, un símbolo perdurable de toda una época de trivialidad, de chabacanería en la historia de España».
Es necesario reconocer que este panorama gris lo aclara una sociedad que parece dispuesta a salir de la crisis económica con grandes sacrificios y la familia como base de una solidaridad imprescindible. De la misma forma que es de justicia reconocer la existencia de un grupo numeroso de profesionales de gran solvencia, que han impulsado una notable presencia de empresas españolas en el mundo.
A estas dos realidades los políticos deberían unir un impulso de renovación de la vida pública española y una educación adaptada a esta realidad compleja, que es nueva para todos, sin descuidar una educación cívica que apueste por lo común, por la solidaridad, para que nos convirtamos en ciudadanos activos. Sin rupturas, ni revoluciones, por pequeñas que sean, el reto es modernizar, abrir, responsabilizar a la sociedad española…; espero que así lo entiendan los responsables públicos, no sólo los políticos.