JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC
- Nuestros nacionalismos periféricos, pese a su naturaleza profundamente reaccionaria (supremacismo, xenofobia, clasismo disfrazado de inmersión lingüística, etc.) se sienten a gusto con la nueva izquierda y esta se siente tan cómoda con ellos
Hay que hablar de la nueva izquierda porque la otra está casi extinguida y porque tiene acogotada a la vieja derecha. Si el neoizquierdista está instruido, vivirá persuadido de que la realidad no existe, pues solo hay texto. Si es un analfabeto funcional (con o sin título universitario) cita a Derrida sin leerlo y pasa la existencia refocilándose en su superioridad moral, recreándose en ese dulzor infantil y sin matices, como de chuche. El instruido es siempre un agente cultural cuyo cometido se resume en participar de una corriente a la que ellos llaman «avanzar». Es una corriente ciega; su movimiento (su ‘avance’) solo se certifica por su capacidad destructiva. Este punto es esencial: puesto que la nueva izquierda no actúa allí donde las instituciones culturales, económicas y políticas merecen en efecto ser destruidas o sustituidas (las tiranías de cualquier signo), sino en las democracias plenas, toda su empresa de demoliciones se traduce en deteriorar los cimientos, los muros y los pilares de la democracia liberal.
En lo cultural, el ‘avance’ consiste en la continua ampliación de la ‘ventana de Overton’, esto es, el rango de lo admisible por la opinión pública. Lo que ayer parecía intolerable, y aun repugnante, hoy es normal; lo que hoy provoca el rechazo general será mañana deseable. Y así sucesivamente. Extender el concepto de aborto a niños ya nacidos, por ejemplo, está en vías de normalización. (Véase ‘El aborto después del nacimiento: ¿Por qué el bebé debería vivir?’, Giubliani y Minerva, ‘British Medical Journal’). Cito: «Lo que llamamos ‘abortos después de nacer’ debería permitirse en todos los casos en los que el aborto se permite, incluyendo aquellos en los que los recién nacidos tienen alguna discapacidad […] Educar a estos niños puede ser una carga insoportable para la familia y la sociedad en su conjunto cuando el Estado ofrece ayudas para su cuidado». Insisten los académicos en la conveniencia de usar la expresión «abortos después de nacer». Lo dicho: cambiando las palabras creen cambiar la realidad. Es más, lo lograrán… salvo que la guerra cultural en Occidente la ganen quienes hoy son ínfima minoría. Dicha minoría no la componen quienes aún sienten náuseas con lo expuesto, sino los dispuestos a plantarse ante la cultura woke en toda su extensión, algo que no solo requiere valentía sino la suficiente inteligencia y el tiempo necesario para estudiar y entender la hegemonía cultural de ese mosaico de causas y luchas fraccionarias que sin razón aún llaman «izquierda», más el discurso que las articula. Es un error creer que nos enfrentamos al comunismo o al neocomunismo: nos enfrentamos a una corriente triunfante del neomarxismo que rompió con Marx y cuyos postulados se concentran en la obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe.
En lo económico, el ‘avance’ consiste en no detener el crecimiento orgánico de lo público. No hace falta que nadie impulse ese crecimiento porque es connatural a la Administración. (Véanse leyes de Parkinson, combinadas con el Principio de Peter). La experiencia ha demostrado, más allá de las observaciones de Parkinson, que al no frenar la tendencia no solo se inventan más tareas para los funcionarios subordinados, sino que los gobiernos crean nuevas áreas de actuación, de modo que el Estado interviene en más y más ámbitos. Cuando nuestras economías son ya públicas en su mitad o más, mantener la tendencia conduce de forma inevitable a la intromisión de funcionarios, normas, reglamentos, sanciones, inspecciones y demás en el núcleo de nuestra esfera privada, último reducto. A la sobrecarga impositiva que se precisa para saciar el creciente apetito del gigante, del intrusivo monstruo burocrático, se le supone un límite: la Constitución establece que los impuestos no pueden ser confiscatorios. Pero, ¿en qué punto lo son? No se sabe. O, mejor dicho, se sabrá cuando el hundimiento de nuestra economía sea un hecho. Es decir, demasiado tarde. Entretanto, ‘avanza’ la consecución de un socialismo económico desde el capitalismo. Un iter que algunos estarán tentados de encajar en la previsión marxiana del socialismo como fase intermedia hacia el comunismo. No hay tal cosa, aunque imaginar el mundo que nos preparan los grandes ingenieros sociales en Davos o en California, donde no tendremos propiedades, da mucho juego. Considérese que esos ingenieros sociales y sus ejecutivos sí serán propietarios. Lo que se atisba en el horizonte es más bien una nueva Edad Media, un poco en la línea que anticipó Umberto Eco, con sus pandemias, censuras, escaseces, ejércitos privados y espíritu apocalíptico. Cincuenta años hace de la publicación de ‘La nueva Edad Media’ (Umberto Eco, 1972).
En lo político, el ‘avance’ consiste en ir vaciando de sentido los conceptos básicos de la democracia liberal. Como han observado varios autores (tienen una muestra en mi libro más reciente), el concepto de equidad está sustituyendo al de igualdad a marchas forzadas. Pero sin principio de igualdad no hay democracia liberal posible. Igualdad ante la ley y, en los Estados de bienestar, que son los nuestros precisamente, también igualdad de oportunidades como objetivo que, aunque sabemos que nunca se podrá alcanzar, vale la pena perseguir. La igualdad ante la ley es sencillamente incompatible con la cultura política hegemónica, basada en el identitarismo. No en balde nuestros nacionalismos periféricos, pese a su naturaleza profundamente reaccionaria (supremacismo, xenofobia, clasismo disfrazado de inmersión lingüística, etc.) se sienten a gusto con la nueva izquierda y esta se siente tan cómoda con ellos.