DURANTE SIGLOS, el amor por Londres ha ido de la mano del amor por la libertad. «Madre de extranjeros y amparo de desvalidos», la llama Antonio Alcalá-Galiano, prohombre de aquella «España constitucional, vencida y prófuga» que tuvo que acogerse «a las nieblas hórridas / del frío Támesis» por huir de la tiniebla absolutista. Sus páginas todavía mueven a la emoción, como las de tantos españoles eminentes que, allá por el primer tercio de nuestro siglo XIX, otorgaron a Londres uno de sus insospechados atributos: el de convertirse, a juicio de Vicente Llorens, en «el centro intelectual de España». Al dar testimonio del afecto de las gentes inglesas, de la simpatía por su causa liberal, de tantas cuestaciones públicas –bien aventadas por The Times– para el sostenimiento de los exiliados, Alcalá-Galiano no puede más que confesar que «ningún pueblo aventaja ni aun iguala al británico en caridad». Es una ironía cruel que, apenas un siglo después, España todavía enviara otra remesa de transterrados –en esta ocasión, republicanos– a Gran Bretaña. Y, al mismo tiempo, es signo elocuente de que, como leemos en las páginas sentimentales de La pimpinela escarlata, «los blancos acantilados de Inglaterra» han sido siempre heraldos de su país en calidad de «tierra de libertad y de esperanza».
Por eso Londres supo ser patria de todos los exilios, nido sucesivo de hugonotes, judíos, aristócratas huidos del Terror, anticomunistas del Este y todos aquellos que –con Tennyson– sabían de la diferencia británica: que un hombre puede «tener sus propias ideas sin que nadie le dé en la cabeza por ello». Y, sin duda, constituye un elogio de las sociedades abiertas que esta capacidad británica para la acogida también diera forma a su propia sociedad: como dijo uno de los últimos líderes conservadores, si el Reino Unido ha sido «el mayor éxito político, cultural y social de los últimos trescientos años», es por «la convicción de que gentes con distintas historias e identidades pueden vivir juntos, y que esa diversidad hace su cultura, su economía y su política más fuertes». Es algo que todavía rige hoy: baste pensar que –desde el 7-J de 2005–, nunca suelen faltar víctimas extranjeras en los atentados islamistas en suelo británico.
Si el amor por la libertad y el amor por Gran Bretaña han sido sinónimos, constituye un honor oblicuo que los enemigos de la libertad hayan sido también empedernidos anglófobos. Aún nos dice algo de las formas de la libertad europea que el atentado en Niza fuera –precisamente– en el llamado Paseo de los Ingleses. No en vano, lo que los terroristas buscan destruir es lo que han buscado erradicar todas las teologías del odio: la apertura y la mezcla, la tolerancia y el comercio, el intercambio de ideas, esa vivencia de la libertad que llamamos libertades y que tantas veces ha tenido su centro en Gran Bretaña en general y en Londres en particular. El fanatismo es el exacto antónimo de los valores de una vida británica en la que –como observó Berlin– «la libertad, el humor y el respeto por la ley prevalecen sobre la búsqueda radical de la perfección humana».
Poco extraña, por tanto, que los antagonistas de Londres no hayan dejado de compararla por turnos con Babilonia y con Pompeya, con Jerusalén y con Sodoma, con la voluntad de hacer de ella –como escribe su biógrafo Ackroyd– una «ciudad maldita». Y aun así, Londres ha seguido siendo, incluso en las circunstancias más ásperas, «el decantado recinto de la libertad» que vio nuestro abate Ponz, esa ciudad de maravilla donde Burke y Johnson podían ir de taberna en taberna, y donde los pubs se negaron a cerrar bajo las bombas nazis –como prescribió Orwell– no ya por la cerveza, sino por esa declinación de la libertad que es «la conversación». Y cuando un terrorista entra, determinado a matar, en un bar o un restaurante de Londres, no podemos menos que recordar cómo se iban a gestar en ellos tantas instituciones de civilización, de los diarios a las casas de seguros, todas las bolsas y las lonjas sobre las que la Gran Bretaña abierta basó su bienestar y globalizó la prosperidad. Y aun cuando la capital británica haya tenido que reconstruirse una y otra vez desde los tiempos de Beda el Venerable, todavía admiramos en ella lo que admiró, bajo las incursiones del Blitz, el periodista español Augusto Assía: «Cada mañana, a pesar de las bombas, el transporte funciona, se reparten las cartas, el pan y la leche llegan a la puerta…». Sí, esa bendita y heroica normalidad de la libertad es la que, desde el Continente, siempre hemos admirado en Gran Bretaña.
Y es, todavía, lo que esperamos de ella, en un momento en que el terror quiere sustituir el día a día de la libertad por el miedo. Por desgracia, a nadie le puede sorprender esa tentación del miedo: desde el crimen de Jo Cox a manos de un exaltado nacionalista hasta las matanzas de Manchester y Londres, el enrarecimiento es patente en un país acostumbrado a una civilidad envidiable en su vida pública, a la seguridad de la insularidad; a esos agentes de la ley, en fin, que patrullaban sin más armas que un silbato. Hoy, sin embargo, vuelven a la memoria los versos de Eliot, tras describir a la muchedumbre sobre el London Bridge: «Nunca hubiera yo creído que la muerte se llevara a tantos».
El miedo vuelve, a través de tramas complicadas como en Manchester o cuchillo en mano, como en Londres. Y el yihadismo mata en Gran Bretaña cuando el mundo observa con incredulidad su reciente vocación de repliegue. Es una paradoja de tristeza: de haberse consumado ya ese paradigma de repliegue que es el Brexit, por ejemplo, ¿qué pasaría a la hora de compartir información de seguridad e inteligencia ante una amenaza yihadista que nos afecta a todos?
Tras los atentados de Manchester, la reacción de Theresa May –ministra del Interior por muchos años– mereció alabanzas. Y aun cuando las encuestas no trasladaron un voto de pánico de cara a las elecciones, tres atentados en tres meses bien pueden fortalecer en May ese perfil de dureza –«liderazgo sólido y estable»– en que ha basado su campaña electoral. Y es bien posible que subrayen asimismo los rasgos que han venido definiendo su estilo de Gobierno: esa dosificación de nativismo y paternalismo aún más fácil de potenciar ante las heridas del león británico. Todas estas tentaciones están más a la mano cuando, además, los propios sondeos cercan de angustia a una premier conservadora que se planteaba no ya ganar sino arrasar en las elecciones.
LOS ATAQUES yihadistas tal vez estimulen la narrativa nacional negativa, el sentir recurrente de finis Britanniae que, como percepción de país amenazado, tuvo su traslación en el enroque del Brexit. Pese a todo, Gran Bretaña seguramente siga siendo uno de esos países con los que no se puede ser pesimista. De modo inolvidable, Dickens ve Londres como «una espectacular obra de teatro, en la que los actores son (…) los grandes y los humildes, los felices y los desdichados, los sabios y los ignorantes, hombres y mujeres que de verdad vivieron y murieron». En la hora trágica de la Segunda Guerra Mundial, Assía observa cómo ese mismo pueblo londinense supo mantener «el respeto y la pasión por los ideales que representaban lo mejor de la civilización mundial». Pocas ciudades con mayor vocación de resurrección. Irreductible a los fanáticos, incapaz de cerrazón, Londres sigue siendo uno de los nombres que hemos dado a la libertad. Aunque sea a esa libertad doméstica y gloriosa con que, en una democracia, «el pan y la leche llegan a la puerta» cada día.