Javier Zarzalejos-El Correo

  • Que todo sea cuestionado hasta la pretensión de censura por la subcultura de la cancelación es una de las grandes tragedias que estamos sufriendo

Cuando se estrenó ‘La vida de Brian’, en 1979, determinados grupos y sectores de opinión cristianos dentro y fuera de España expresaron su rechazo a la película por considerarla una sátira blasfema de la vida de Cristo. Sus protestas no impidieron que la obra de los Monty Python se distribuyera y fuera exhibida hasta convertirse en un largometraje que se diría ‘de culto’. En una sociedad pluralista, la libertad de expresión que se nos garantiza a todos requiere también aceptar el derecho de los demás a la crítica, aunque esta sea ácida o desagradable y, por supuesto, dentro de este derecho fundamental ha de incluirse la sátira.

En realidad, ‘La vida de Brian’ nada tenía de blasfemo. Es una exhibición de ingenio, de crítica inteligente en una sucesión de episodios que figuran en la antología del humor con fundamento. Nada tiene de sacrílego aquel «qué nos han dado los romanos a los judíos», las disputas entre los diferentes ‘frentes de liberación’ de Judea, la persecución del protagonista por judíos llenos de fervor mesiánico o la desternillante secuencia de la fallida lapidación de un presunto blasfemo que pronunció el nombre Yahvé para elogiar la comida que le había preparado su mujer. Si alguien tenía motivos para haberse sentido auténticamente molesto por entenderse ridiculizado, esos tendrían que ser los judíos.

Pues bien, lo que no lograron los sectores cristianos más conservadores de aquella época han querido conseguirlo los inquisidores de la cancelación. En la adaptación teatral de ‘La vida de Brian’, los actores plantearon a John Cleese, líder de los Monty Python y productor, suprimir la escena en la que uno de los protagonistas dice a sus amigos que le llamen «Loretta» y reivindica su derecho a parir. Los demás le recuerdan que, aunque quiera llamarse Loretta, es un hombre y que los hombres no pueden parir, a lo que Loretta responde sintiéndose reprimida porque no se le reconozca ese derecho. Entendían los actores de Broadway que este diálogo resultaba ofensivo para el colectivo transgénero. Afortunadamente, Cleese se ha negado a la censura y garantiza que la obra se representará íntegra.

La secuencia muestra una asombrosa anticipación a debates que hoy se están generando, pero ideados por los Monty Python hace 44 años. Explica lo obvio; esto es, que la capacidad de concebir, gestar y parir depende del sexo y no del género sentido. Y nos pone sobre aviso hoy en día de que aquellos que consideran ofensivo este diálogo, fácilmente localizable en Internet, no solo tienen un problema con la libertad de expresión.

Que la maternidad está condicionada por el sexo ha sido uno de los pilares de la reivindicación proabortista. No solo decían que si los hombres parieran el aborto se habría aprobado mucho antes -aborto y patriarcado unidos-, sino que uno de los más famosos y significativos gritos de guerra de las abortistas era aquel de «nosotras parimos, nosotras decidimos». El eslogan contenía esa reivindicación del monopolio biológico de la gestación, algo que nuestra Loretta consideraba una forma de opresión y negación de sus derechos.

Loretta tiene que aprender que desear una cosa o sentirla no transforma el deseo o el sentimiento en un derecho. Que la verdad -es decir, que los hombres ni gestan ni paren- no es opresiva, sino liberadora. Que la identidad no radica en la fluidez de una opción, sino en lo que estructuralmente somos y nos define ante nosotros mismos y ante los demás.

Que todo esto sea cuestionado hasta la pretensión de censura por esa subcultura de la cancelación que amedrenta a creadores y artistas, profesores, periodistas y políticos y decide qué podemos y qué no podemos ver, escuchar o leer es una de las grandes tragedias culturales que estamos sufriendo. Luchar contra la arbitraria y arrogante cultura de la cancelación es un imperativo de la libertad que nada tiene que ver con el respeto. Porque es precisamente cuando se habla de respeto cuando aparece el insoportable doble rasero de los ofendidos y escandalizados profesionales de la cancelación.

No hay límites para la sátira y la ridiculización de la religión con tal de que esta sea la cristiana y, en no pocos casos, la judía. No hay imperativo alguno de respeto cuando se trata de atacar a quienes no entran en las categorías que define el progresismo. No hay visibilidad ni reconocimiento para quien no reclame pertenecer a una minoría que aporte un relato de opresión y exija su derecho a algo.

Que la gran secuencia de Loretta no se pudiera ver en los escenarios de Nueva York habría sido una triste derrota de la libertad de expresión, del ingenio y la inteligencia y de la verdad en una sociedad adulta. Una derrota de la libertad y, por tanto, de todos aquellos que creemos que por mucho que rechacemos lo que alguien diga, sin incurrir en un delito, protegeremos su derecho a decirlo, incluida Loretta.