Marcada a fuego. Superviviente de los atentados del Metro de Madrid, Araceli sueña con trenes vacíos y con una pregunta que le atormenta: «¿Por qué yo sí salí y los demás no?».
A las ocho menos veinte, la vida de Araceli Cambronero (Madrid, 1968) salta por los aires. Viaja en uno de los trenes malditos del 11 de marzo de Madrid, hace 1.825 días. Ha corrido mucho para entrar en el vagón y se queda junto a la puerta. Estación de Entrevías, cinco minutos en la masa de gente y el tren llega a Atocha. Se abren las puertas, sale para dejar pasar a los pasajeros y… «Salimos volando todos al suelo. Me quité gente de encima, como pude. Se había ido la luz. Había mucho humo y ese olor tan… Ese olor tan raro que no he conseguido olvidar nunca». Después, las secuelas físicas: un dolor en el pecho, el pitido de oídos y todas las demás. La despedirán de su trabajo, perderá a su marido y sufrirá un cáncer. Su biografía acababa de entrar por la puerta de urgencias en la infame lista de los afectados del 11-M. Su nombre estaba en la columna de los que se salvaron, llena de almas en pena que llevan siete años tratando de digerir una vida regalada aunque lastrada por una pregunta: «¿Por qué yo sí salí y los demás no?».
Entre otras cosas, porque la primera de las tres bombas que la hacen caer al suelo explota en el vagón de al lado. «Sí, pero ¿por qué?», se pregunta. Arquea las cejas, aprieta los labios en una media sonrisa y se encoge de hombros mientras la mañana de Madrid pasa por las ventanillas del Cercanías que vuelve a tomar siete años después. En el vagón, el sueño le ha ganado de nuevo la partida al miedo y un sonriente músico callejero aporrea en su guitarra una de Manuel Carrasco: «Que nadie te ahogue el corazón, que nadie te haga más llorar hundiéndote en silencio».
Se sube cada día a ese mismo tren, en esa misma línea en la que el 11 de marzo de 2004 detonaron 10 explosiones y se fueron 192 almas. Araceli se levanta del suelo envuelto en cuerpos, toma el móvil y llama a Víctor, entonces su marido. «Mis hijos, solo nombraba a mis hijos y decía que no iba a salir de allí. Es curioso, todos gritaban por el móvil». Se corta la llamada. Una segunda deflagración la tira al suelo de nuevo en los andenes de la estación de Atocha. «También lanzó a la mujer que estaba a mi lado y la hirió. Yo seguí corriendo y la dejé ahí. ¿Por qué la dejé ahí, eh? Pues no lo sé, pero me lo pregunto desde ese día. Igual podría haberla salvado. O no, pero los seres humanos sobrevivimos y yo sobreviví corriendo, está claro, pero hay una parte de mí que se lo plantea todos los días».
Lanzada por el impulso atávico de escapar, sale corriendo de la estación. «Allí vi a un chico con el ojo colgando y seguí corriendo por las calles. Me desorienté, no sabía dónde estaba, pero corría como si alguien me persiguiese». A media mañana, todo son lágrimas y referencias de calles que ella no reconoce. La recoge Víctor. Llega a casa, abraza a sus dos niños, le echan una manta por los hombros y no se separa de la televisión hasta el día siguiente, cuando va a trabajar. «Aunque no trabajé, porque no podía. Estaba sentada, pero pasé mucho tiempo sin poder comer, ni trabajar, ni dormir».
A las pocas semanas, la baja médica es una consecuencia lógica. Luego se complican las cosas. Primero. En el Ministerio del Interior, desde donde la llaman para tres citas que son «tres interrogatorios: que si estaba en tal o cual vagón, que si qué vi… ¡Yo qué sé si estaba en el primer o en el tercer vagón!».
«Estaba muy triste»
Segundo. Las cosas se ponen muy feas con su marido. Se separan. «Yo estaba muy mal, entré en hiperactividad, perdí 20 kilos, estaba muy triste y él no pudo estar a la altura de las circunstancias». Luego la despiden de su empresa de cartografía y sufre un cáncer de mama del que sale después de meses de terapia. No todo es malo. Un día de tratamiento, le llega la indemnización como una contra ola de buena suerte, aunque no tanta. El dinero llega «para poder vivir en paro sin perder la casa, poco más», pero atrae «a muchos interesados» que se acercan a ella como presuntas parejas pero «que van a lo que van». Ahora no trabaja como tal, pero cuida de la madre de una víctima de los atentados aquejada de Alzheimer. «Despertarla cada mañana con un beso no es un deber, sino un honor, una manera de devolver algo a todos los que se fueron, algo de esa buena suerte que tuve». Es la única ocasión de la entrevista en la que a Araceli se le humedecen los ojos. «Los que se fueron son los 192 que me cuidan, que me inspiran y que vienen conmigo todos los días. Intento pensar en ellos. No ver más trozos de carne ni miembros mutilados, sino sonrisas y vidas truncadas».
Araceli, en tratamiento psicológico con la Asociación 11M , es ahora «menos alegre», más confiada, se pone a llorar hasta con las escenas más tontas de las películas, como si llorase a cataratas todo lo que pasó y si en un parque de atracciones simulan una explosión, sale corriendo como alma que lleva el diablo. Ya no corre para llegar a un tren, un avión o un autobús. Tampoco duerme de un tirón, pues se cuelan en su descanso trenes vacíos, como una imagen del desierto que ha tenido que cruzar desde entonces. También está más decepcionada, aunque después de sobrevivir a tres mochilas de explosivos, un divorcio, un despido y un cáncer, ha aprendido una lección muy importante gracias a ese deseo de buscar siempre el lado bueno a las cosas: «Ahora sé que soy capaz de salir viva de cualquier situación. La vida es una carrera de obstáculos y vendrán más, pero chico… con todo se puede».
EL DIARIO VASCO, 11/3/2011