Javier Tajadura, EL CORREO, 17/4/1
Es preciso acabar con la distinción vida privada-vida pública del Rey. Ello exige que el presidente del Gobierno asuma la responsabilidad por aquellos actos regios que pueden poner en peligro el prestigio y la credibilidad de la institución
Cuando la prima de riesgo se sitúa en los 400 puntos, y la hipótesis de un posible rescate financiero con la consiguiente intervención de la economía española adquiere mayor verosimilitud, la opinión pública recibe la noticia de que el Rey ha ingresado en un hospital como consecuencia de una caída sufrida durante un viaje privado a África para participar en una cacería de elefantes. En un contexto social en el que millones de españoles atraviesan situaciones personales muy difíciles, la elitista afición cinegética del jefe del Estado ha suscitado un amplio y comprensible rechazo. Ahora bien, precisamente por la dramática situación que atraviesa el país, debemos evitar a toda costa que un acto de manifiesta torpeza se convierta en una crisis institucional.
Desde un punto de vista constitucional, el viaje del Rey ha puesto de manifiesto dos problemas que es preciso afrontar. El primero de ellos es el de la distinción entre la actividad pública del jefe del Estado y su vida privada. El segundo es el relativo a la inexistencia de un estatuto jurídico del Príncipe de Asturias.
La tesis de que en la actividad del Monarca es posible distinguir dos facetas, una pública, en tanto que jefe del Estado, y otra estrictamente privada, goza de una amplia aceptación. Es más, incluso en el ejercicio de sus funciones como jefe del Estado, la Constitución establece a su vez una distinción entre aquellos actos del Rey considerados debidos u obligatorios y que deben ser refrendados, y los que el Rey puede realizar libremente: el nombramiento de los miembros civiles y militares de la Casa Real y la distribución del presupuesto asignado a la Corona. En sede constituyente se impuso así la tesis de que, al regular las funciones del Rey, era conveniente garantizarle un núcleo de libertad, aunque reducido a esos dos ámbitos. Siempre he sostenido que esa distinción es científicamente inconsistente. y políticamente peligrosa.
La distinción entre actividad pública y vida privada, que resulta obligada respecto a los titulares de cualquier cargo público, no puede trasladarse al Monarca. Y la razón es fácilmente comprensible. El Rey es el símbolo de la unidad y de la continuidad del Estado, y como tal, desempeña una función simbólico-representativa que no puede dejar de ser ejercida, ni permanecer en suspenso. Para decirlo con mayor claridad y contundencia, el Rey lo es los 365 días del año y durante las 24 horas del día. En eso consiste la pesada carga de la Corona. Su función explica y justifica su particular estatuto jurídico caracterizado por la irresponsabilidad jurídica y política. Ningún órgano jurisdiccional puede exigirle responsabilidad jurídica y tampoco los ciudadanos ni los poderes públicos pueden exigirle responsabilidad política. Esto conlleva la necesidad de que sean otros, (el presidente del Gobierno, los ministros, o el presidente del Congreso) quienes, a través del refrendo de los actos del Rey, asuman esa responsabilidad. Esta es la lógica de la Monarquía parlamentaria: el Rey es irresponsable porque sus actos son todos debidos y son otros los que asumen la responsabilidad por ellos. Ahora bien, la lógica y la coherencia de esta construcción no admite excepciones: si el Rey es irresponsable siempre, resulta contradictorio aceptar –como lo hace la Constitución– la existencia de actos libres del Rey. Porque, si en el ámbito privado o en relación a los nombramientos civiles y militares de su casa o en la distribución del presupuesto, el Rey actuara libremente y actuase mal, ¿a quién exigir la responsabilidad?
Esta y no otra es la cuestión que hoy nos ocupa. Y como el problema ya no es meramente teórico, a la vista de la comprensible controversia surgida tras el viaje a África, sino práctico, es preciso acabar con la nefasta tesis de la distinción vida privada-vida pública del Rey. Ello exige que el presidente del Gobierno asuma también la responsabilidad por aquellos actos regios que, aunque de naturaleza aparentemente privada, pueden poner en peligro el prestigio y la credibilidad de la institución. Si el presidente del Gobierno no considera apropiada determinada conducta, tiene la obligación constitucional de comunicarlo al Rey. Si no lo hace, él debe asumir la responsabilidad por el error regio. Ahora bien, si lo hace y no es escuchado, es evidente que el error podrá y deberá ser imputado al Rey. Y en ese caso sólo cabe recordar que los símbolos no se equivocan, simplemente desaparecen. El accidente del Rey ha puesto de manifiesto un segundo problema: el vacío normativo que envuelve a la figura del Príncipe de Asturias. El profesor Torres del Moral lleva años reclamando –sin éxito– que se apruebe una Ley Orgánica que regule el Estatuto del Príncipe de Asturias. Ahora se dice que el Príncipe va a retomar la agenda del Rey. Podrá retomar la agenda, pero no podrá ejercer ninguna de las funciones del jefe del Estado.
Desde un punto de vista constitucional es preciso recordar que las funciones del Rey no pueden ser delegadas. La función regia es intransferible, y su irresponsabilidad no se extiende a ninguna otra persona. Con el derecho positivo vigente el Príncipe no tiene funciones propias ni puede desempeñar otras ajenas.
Por ello y a la vista de que acontecimientos como el vivido estos días pueden hacer no sólo conveniente sino necesario que el Príncipe asuma determinadas funciones, es preciso dar cobertura legal a las mismas. Las Cortes Generales deberían actuar con celeridad y elaborar el imprescindible estatuto del Príncipe Heredero.
Javier Tajadura, EL CORREO, 17/4/1