Cayetana Álvarez de Toledo-El Mundo
El periodista Manuel Jabois ha publicado en El País un artículo moralizante contra lo que ha bautizado como «el espíritu de No te lo perdonaré jamás». Del espíritu poco puedo decir. He sido agnóstica hasta que recibí por whatsapp un vídeo del Papa Francisco advirtiendo de la presencia de Satanás entre nosotros, «¡en nuestras propias casas!». Aterrador. Bergoglio, digo. Ahora estoy seriamente valorando afiliarme al club de Dawkins. Pero sobre la letra del «No te lo perdonaré» sí reclamo mi paternidad. Perdón, mi maternidad. O mi progenitoriedad. O el término que los neoclérigos de la neolengua consideren correcto e inofensivo para cualquier minoría viva o muerta. Es mi frase. Es mi tuit. Y su utilización espuria altera mi predisposición –insisto con lo del espíritu– navideña. La izquierda española sigue sin entender que el debate sobre las cabalgatas no tiene nada que ver con el catolicismo y mucho con la felicidad de la comunidad. Con la felicidad como la entendía, socialdemócratamente, la muy liberal Constitución de Cádiz: derecho del pueblo y deber del gobernante. Paz civil.
Estas fiestas nos dejan imágenes que no olvidaré jamás, jamás. Oigan, jamás. Madrid y Cataluña, comunidades europeas –recuperada y efervescente la primera, gravemente autolesionada la segunda– compitiendo para ver cuál de las dos tiene la izquierda más idiota de Occidente. Sí, idiota, en su dórico sentido griego: persona que se preocupa sólo de sus intereses privados, sin atender los públicos. Y los intereses privados de la actual izquierda española se condensan en uno: aguar la fiesta al prójimo. Si es creyente, mejor.
Como la izquierda ya no sabe hacer la revolución, hace el ridículo. Aquí, tres estampas protagonizadas por nuestros entrañables Scrooges ibéricos:
1. Izquierda Unida de Madrid felicita la Nochebuena a través de Twitter con la foto de un gran árbol de Navidad en llamas. El árbol arde violentamente; familias huyen despavoridas. La asociación es evidente: ¿un atentado terrorista?, ¿un regalito-bomba? Qué alegría. Ahora sentémonos a esperar, con un dedo en la pantalla de Twitter y el otro en una bandeja de jamón Joselito. Ah, bien. Comunistas pero valientes: «Izquierda Unida felicita a todos los musulmanes el inicio del Ramadán». Abajo, La Meca en llamas. Tengo que contárselo a Ayaan.
2. En Puente de Vallecas salta la sorpresa y la polémica —venga la prosa deportiva— por la presencia en la cabalgata de una carroza con drag queens. ¿Sorpresa?, pienso. ¿Polémica? Pero si en 2015 ya hubo drags: Gaspar, mi Gaspar, con su traje rosa chicle y su barbita de algodón. De sus sucesoras la más aclamada se llama, paradójicamente, ‘La Prohibida’. Es habitué/e en actos de Podemos y encarna divinamente el ambiente de estas fechas: «Vivo la Navidad completamente indiferente. Me da un poquito de asco». Un poquito de asco indiferente. Bien. Menos nonchalant, el colectivo impulsor de la carroza, Orgullo Vallekano, desenfunda el arma nuclear contra las críticas reales, imaginadas y sobre todo anheladas: el victimismo. «No es un ataque a una carroza. Es un ataque a toda la comunidad LGTBI, es un ataque a las mujeres [a mí también, eh] y es un ataque al barrio de Vallecas». Un ataque más y fundan su propio Estado libre asociado. Que pidan consejo a los promotores de Tabarnia, maestros en eso que llaman «la visibilización de la diversidad». Y, por cierto: ¿De verdad todos los gays y lesbianas quieren ser visibilizados o incluso simplemente vistos como cabareteras y drags? La caricatura, esa curiosa garantía de integración.
3. Last but nunca least, los grandes aguafiestas españoles: los nacionalistas de izquierdas. Los de derechas siguen de moules, frites y festejos en Bruselas. Joan Tardà, mi ex vecino de escaño, inverosímil lector de Chaves Nogales, pidió a los ayuntamientos de Cataluña que no encendieran las luces de Navidad mientras Junqueras y sus colegas siguieran entre rejas. Paguen niños por sediciosos. En Vic, los tradicionales farolillos navideños fueron reconvertidos en lúgubres antorchas políticas: en vez de estrellitas, estrelladas. Y en Manresa, la ANC y Òmnium Cultural (sic) hicieron un llamamiento a los hastiados y divididos ciudadanos para llenar la cabalgata de lazos amarillos. Amarillo, el color de la enfermedad. Y sobre todo del sensacionalismo. Un apunte y un consuelo: el pasado 25 de diciembre, una activista de Femen intentó llevarse la figura del niño Jesús del belén de la plaza de San Pedro del Vaticano al grito de «¡Dios es mujer!». La policía la redujo. No era española.
Este año se cumple medio siglo de Mayo del 68. Se publicarán toneladas de libros, uno de Mario Vargas Llosa que espero con impaciencia. Al parecer, y cómo no, habla de Raymond Aron. Intelectual sobrio, sublime, de pasiones contenidas, Aron se erigió en líder frente a las protestas estudiantiles y su desbordamiento en forma de huelgas masivas. Fue el primero en denunciar el carácter pueril y radicalmente anti-reformista de Mayo del 68; su amenaza para la excelencia académica y para una economía francesa que por fin empezaba a recuperarse. Hay que releer su libro La Révolution Introuvable, escrito en cuatro días a modo de dique contra el disparate. El «psicodrama», lo llamó. Y hay que releer también sus reflexiones posteriores en Le Spectateur Engagé. Cuando el joven periodista, pura carne blanda del 68, le pregunta:
–¿Y qué fue lo que le decidió a pasar a la acción? ¿La debilidad del Estado francés frente a las revueltas?
–No, no. Fue el carnaval, que a la larga me irritó un poco.
Cincuenta años después, la izquierda sigue de carnaval. No es un carnaval brasileño: plumas, labios y curvas. Es lo contrario. Ñoño. Moralizante. Esterilizador. Sus ingredientes son la fragmentación de lo que nos vincula como seres humanos y un pesimismo insoportable. Se ha dicho muchas veces, también aquí: al sustituir la igualdad por la diversidad, la izquierda ha roto la ciudadanía en mil pedazos. En mil cuotas con sus correspondientes dogmas y autos de fe. El feminismo de tercera generación, tan victoriano y llorón, tan refractario a la felicidad sexual o de cualquier otro tipo que en todo hombre acaba detectando un violador. El colectivo LGBTQQIPsSAA –lesbian, gay, bisexual, transgender, queer, questioning, intersex, pansexual, 2-spirited, asexual, and allies–, tan inclusivo que sus distintas siglas ya empiezan a enfrentarse entre sí. Y el etnicismo, claro, la fuerza que con más rapidez y peores consecuencias conduce a eso que Jonathan Haidt llama «la centrifugación de lo común». El regreso a la tribu. La confrontación.
La diversidad se ha convertido en un eufemismo de la división. Y el pesimismo, en la principal razón de ser de la izquierda. Ya lo subrayó Pinker: los progresistas detestan el progreso y viven de su negación. Los datos sobre el progreso de la humanidad son abrumadores. Radiantes. Ahí están la propia obra de Pinker y los libros y gráficos de Matt Ridley: busquen en internet su reciente intervención en la Universidad Francisco Marroquín. El mundo avanza luminoso y liberal. El problema es que su interpretación sigue siendo de izquierdas. Es decir, oscura y plañidera. Pruébenlo hoy mismo. Llamen a ese amigo progre. Díganle: «¡Feliz 2018!». Les contestará con la cifra de mujeres asesinadas y la última idiotez de Trump.