ANTONIO RIVERA-El Correo

La exhumación de los restos de Franco no resolverá los profundos y urgentes problemas del país. Simplemente nos hará más presentables ante nosotros mismos y ante el mundo

La medio legislatura que le queda a Pedro Sánchez podría ser interpretada como un epílogo del último gobierno de Rodríguez Zapatero. Algunos en la derecha ya lo empiezan a percibir así. La gestión no se centrará demasiado en lo económico, en tanto que la cosa no resulta perentoria ni amenazante, el corsé europeo es riguroso y, más allá de retocar los aspectos más lesivos de la reforma laboral, no hay compromiso ni suelo ninguno para más intenciones. De manera que se aplicará a las dimensiones sociales y de funcionamiento del sistema, las mismas que a Zapatero le reportaron adhesiones en su primera legislatura y que quedaron en algún caso interrumpidas a falta de un desarrollo más ambicioso. Además, en estos últimos años, la crisis política y la emergencia de un electorado joven activo han agudizado la cuestión pretendiendo llevar algunas demandas y derechos hasta su final práctico.

Una de ellas es la que tiene que ver con la llamada memoria histórica; en realidad, con los usos públicos de la historia. La ley conocida con aquel nombre se quedó a mitad de camino y despertó todos los demonios: los de la derecha, que interpretó como revanchista y antisistémico –por lo del sistema o régimen del 78, apoyado en cierto olvido– volver a los tiempos de la guerra civil y las víctimas de la dictadura, y los de la izquierda, que se quedó con la miel en los labios porque lo prometido no resolvía demasiado. Luego llegó Rajoy, redujo a la nada el presupuesto para su desarrollo y la ley quedó en el limbo de la futilidad. En estos momentos la tesitura es propicia para desarrollar, que no modificar –ni tampoco reformar integralmente, como se ha dicho–, algunos apartados de la misma, los más factibles. Otra vez, el suelo del gobierno es movedizo y cualquier ambición de reforma es dudoso que encuentre soporte. Por eso se optará por novedades que solo necesiten un decreto y que encuentren comprensión en una parte sustancial de la opinión pública.

El traslado de los restos de Franco fuera de la basílica del Valle de los Caídos es el ejemplo perfecto. Se justifica por una proposición no de ley aprobada en mayo del año pasado, con las abstenciones del Partido Popular y de Esquerra Republicana. Jurídicamente no es asunto complicado. No precisa una nueva revisión parlamentaria. Satisface por completo al flanco de izquierdas del Gobierno, no incomoda demasiado al centrista y prevé unas reacciones en la derecha que le pondrán el lazo al regalo.

Estas últimas debieran ser ya de otro carácter. La renovación forzada del Partido Popular debería alcanzar también a la identificación de los soportes de su cultura política. En términos históricos la derecha española debería reclamarse de la Transición, que no de la Dictadura. Lo dice, pero no lo hace; o no lo hace lo suficiente. Poner el grito en el cielo por los vaivenes de los huesos del dictador, aunque sea acudiendo al subterfugio de lo innecesario, anacrónico y efectista de tal medida, le coloca donde no debe. Seguro que, por hacer un símil a la francesa, nuestra derecha tendría más que ver con la Vichy de Petain que con la Resistencia de De Gaulle, pero al cabo del tiempo podía cambiar de caballo y reclamarse del momento en que aquí esas referencias dejaron de tener sentido. Así, podría mostrarse ajena a ese trajín de huesos y cooperar con sus fuerzas en la resignificación del monumento que construyeron a la fuerza muchos represaliados republicanos (y donde reposan muchos restos también de esa procedencia política). Ello le enemistaría con su flanco más extremo, que lo tiene, dentro, pero le proporcionaría a la vez apoyos menos casposos y menos marcados por la edad.

A su vez, su competidor Ciudadanos, que ya apoyó la proposición no de ley que da ocasión a todo esto, podía aplicarse a este argumento que señalo y no enredarse en alternativas imposibles aquí –eso del cementerio integrador de Arlington, como en los Estados Unidos de la guerra de Secesión– para ganar definitivamente plaza de centro-derecha moderno y ajeno al esquivo pasado. No lo hará, porque Ciudadanos está empeñado en complicarse la vida y desfigurar su estampa, cuando tan fácil ha tenido proyectarse como aquello a que le empujaba por oposición a lo conocido una respetable porción de la opinión pública.

El asunto no debería tener tanta vuelta. Otorgar dignidad pública a un personaje histórico cuya legitimidad de mando se soportó en su colaboración en un golpe de Estado frustrado, que dio lugar a una guerra civil cruenta y brutal, y que luego se dedicó a administrar el miedo infringido a la otra mitad de españoles a lo largo de cuarenta años de dictadura resulta insólito. Comentario aplicable también a su compañero de descanso eterno, José Antonio Primo de Rivera, representante de la versión española del fascismo de los años treinta.

La exhumación de los restos de uno y otro no resolverá los profundos y urgentes problemas del país. Simplemente nos hará más presentables ante nosotros mismos y ante el mundo. A la vez, privará de otro argumento a quienes insisten en que nada ha cambiado en nuestro país en los últimos decenios y nos permitirá tratar a todas las víctimas de todas las violencias infames de la misma manera, que es lo que se merecen.