LORENZO SILVA-El CORREO

  • Al final, se escatima la reparación a las víctimas que no se sienten como afines

La retirada nocturna de los restos del general Queipo de Llano del lugar preeminente que ocupaban en la basílica de la Macarena de Sevilla, en cumplimiento de lo que dispone la Ley de Memoria Histórica, ha venido a reavivar el agrio debate que el recuerdo de víctimas y verdugos suscita entre nosotros. Al final, y sin disimularlo mucho, se acaba cayendo siempre en lo mismo: en escatimarles el reconocimiento y la reparación a las víctimas que no se sienten como afines por la vía de reclamar que a sus verdugos se los deje en paz para no reabrir heridas.

Por otra parte, también hay quien celebra como un gesto de normalidad democrática el reciente desalojo de Queipo y el desagravio a sus víctimas, pero no estaría tan dispuesto a reconocer la dignidad de quienes sucumbieron injustamente por otra mano, ni a apear del pedestal heroico a sus correligionarios que se los llevaron por delante.

Uno desespera ya de que alguna vez asumamos nuestra historia como lo que desdichadamente es: una larga ristra de abusos sobre personas que no podían defenderse, consumados por iluminados y ventajistas de toda ideología y condición que no merecen homenaje alguno, sin que haya nadie que se hubiera ganado, por sus ideas o sus acciones, que se atropellaran sus derechos.

Sin embargo, y pese a que el empeño parece condenado al fracaso, siempre resulta reconfortante que alguien se tome la molestia de indagar en ese pasado doloroso. No para exaltar o disculpar a ningún matarife pretérito, tampoco para cargar en vano las tintas contra él, sino solo para que no caiga en el olvido el nombre de quienes una y otra vez se vieron arrollados por una historia convulsa, la de un país que tardó demasiado en ofrecer a sus habitantes un poco de justicia, una mínima igualdad de oportunidades y libertad para decidir sobre sus asuntos.

Acaba de publicarse un libro que obedece ejemplarmente a esa obligación cívica. Se titula ’14 de abril’, lo firma el valenciano Paco Cerdà -autor de otro libro memorable, ‘El peón’- y narra hora a hora el día en el que se proclamó la Segunda República. Salen en él los grandes personajes, desde el rey Alfonso XIII hasta Alcalá Zamora, que le sucedió como jefe del Estado. Pero también los españoles humildes que incluso en esa jornada, que apenas fue cruenta, cayeron abatidos por el fuego que no dejó de hacerse. Como el encuadernador Emilio Arauzo, el primero de todos, muerto por los disparos de unos guardias civiles en el madrileño Paseo de Recoletos. Cerdà reconstruye quién fue y nos invita así a apiadarnos de su destino. Es lo mínimo que le debemos.