Los asesinos entre nosotros

LIBERTAD DIGITAL 24/05/17
MIKEL BUESA

· Nadie desde el gobierno se ha querido comprometer en la búsqueda de alguna salida para mostrar el verdadero rostro de ETA

Tomo prestado este título de un artículo que publicó en 1947 Fritz Bauer, miembro del Partido Socialdemócrata alemán, perseguido por judío y huido de Alemania durante la dominación nazi, quien lo escribió para denunciar la presencia de conocidos nacional-socialistas con responsabilidades criminales en la administración de su país, aún gobernado por las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, mientras constataba que los responsables de éstas «no quieren que los judíos regresemos». Bauer había ingresado en la judicatura en 1930 y fue apartado de ella tres años después al ser recluido en el campo de concentración de Heuberg. Década y media más tarde pudo volver a Alemania y ocupar plaza en los tribunales de Braunchwieg, donde acabó siendo nombrado fiscal general del distrito. Desde ese puesto se enfrentó a los servidores del Tercer Reich, siendo uno de sus éxitos más notorios la condena de Otto Remer —que en 1944 comandaba el batallón de guardias de la Gran Alemania en Berlín— por haber difamado, en un mitin electoral celebrado en mayo de 1951, al coronel Claus von Stauffenberg, al calificarlo como «traidor a su patria». El caso es que Remer tuvo una actuación clave para paralizar el golpe de estado que, liderado por Stauffenberg, se había iniciado con el atentado para asesinar a Hitler en la «guarida del lobo». Pero lo que se dirimía en el juicio instado por Bauer no era eso, sino el derecho de los resistentes contra el nazismo a ser reconocidos como héroes «movidos por amor hacia la Vaterland (madre patria) y por un sentido altruista de responsabilidad hacia su Volk (pueblo)», tal como se declaró en la sentencia. Es así como Bauer —que no ahorró esfuerzos para perseguir a los criminales nazis, entre ellos a Adolf Eichmann— contribuyó poderosamente a la educación del público alemán para que pudiera enfrentarse con su pasado, suscitando el debate sobre el verdadero relato y la significación del nazismo.

He recordado esta historia hace unos días cuando, en una entrevista radiofónica, el ministro del Interior hizo mención, entre otros muchos temas, a las víctimas del ETA, hablando de su dignidad y de la justicia que merecen y refiriéndose, una vez más, al asunto del verdadero relato del terrorismo en el País Vasco. Tengo que decir que, de nuevo, como tantas veces me ocurrió con su predecesor, esta última alusión me sonó a tópico irresuelto —y, al parecer, irresoluble—, a excusa de gobernante que no sabe muy bien qué hacer, pero que es consciente que ahí tiene el punto más débil de la actuación del Estado frente a ETA, el talón de Aquiles de la política antiterrorista. La cosa quedó ahí tal vez porque a ninguno de los periodistas que dialogaban con el ministro se le ocurrió preguntar si consideraba compatible la construcción del referido relato con la presencia de los epígonos de ETA en las instituciones políticas, tanto del País Vasco y Navarra, como de España, a través de un partido —Sortu— y de una coalición electoral —EH Bildu— que cuentan con el beneplácito del sistema.

No creo necesario detallar las múltiples relaciones personales que unen a Sortu con ETA y con su brazo político —Herri Batasuna—, amén de con las diferentes organizaciones que formaron parte —y aún siguen ahí— del Movimiento de Liberación Nacional Vasco que lideró durante muchos años la organización terrorista. Pero sí cabe resaltar que, desde su fundación, en ningún momento este partido ha repudiado sus orígenes condenando la dilatada trayectoria de violencia de ETA, aunque haya manifestado en alguna ocasión, siempre en términos actuales, un rechazo genérico a todo tipo de violencia de motivación política. De hecho, Sortu ha actuado como valedor de la justificación histórica del terrorismo a través de una tesis que lo vincula con un supuesto conflicto histórico entre el País Vasco y el Estado español. Con ello, de ninguna manera puede considerarse que ese partido cumple con el criterio expresado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos cuando, aceptando la ilegalización de Batasuna, señaló que «desde una perspectiva constitucional es inaceptable la existencia de partidos políticos que no se oponen clara e inequívocamente a la actividad terrorista o que, con una ambigüedad calculada, tratan sistemáticamente de ocultar su nulo rechazo a esos actos criminales, lamentando simplemente y de manera formal sus consecuencias».

Recordemos que, ajustándose a esa doctrina, el Tribunal Supremo acordó en 2011, mes y medio después de que la pidiera, denegar la inscripción de Sortu en el registro de partidos políticos por considerar que perseguía fraudulentamente la continuidad de las actividades de Batasuna, ilegalizada desde 2003. Sin embargo, un año más tarde, en una sentencia controvertida no sólo por el sentido de su decisión, sino por el hecho de que invadió un terreno jurisdiccional que le estaba vedado, al revisar sin motivación la valoración de las pruebas presentadas contra Sortu, el Tribunal Constitucional revocó la decisión del Supremo y legalizó al partido de ETA. Es esta legalización —que responde única y exclusivamente a los pactos alcanzados entre el gobierno de Zapatero y ETA, aceptados por unos magistrados más atentos a su inspiración política que a su función como garantes de los derechos fundamentales de los españoles— la que hace inviable cualquier relato en el que el terrorismo muestre su verdadera cara. Porque la cuestión no es saber que ETA mató, secuestró, hirió o condenó al exilio a numerosos ciudadanos vascos y españoles, sino que eso lo hizo en nombre de un proyecto político que sigue vivo en el partido de sus epígonos.

Los asesinos permanecen entre nosotros. Es verdad que hubo inicialmente por parte de algunos políticos, singularmente del PP, un rechazo a esa situación. Pero también es cierto que, más allá de admoniciones retóricas como la que he mencionado del ministro del Interior, nadie desde el gobierno se ha querido comprometer en la búsqueda de alguna salida para mostrar el verdadero rostro de ETA. Y tampoco desde la oposición socialdemócrata, pues, para su vergüenza, el partido socialista ha sido uno de sus artífices. No ha habido entre nosotros un Fritz Bauer que, con rigor, tenacidad e imaginación, haya sabido conducir las acciones jurídicas hacia el objetivo de mostrar que la historia de esa organización terrorista no tiene nada de aleccionador, ni de patriótico, ni puede justificarse en nombre de ningún principio democrático. Nos ha faltado un Fritz Bauer, un judío no sionista, y me temo que ya es demasiado tarde.