Esta realidad contrasta con el amplio abanico de aspavientos realizado en este tiempo por el sector mayoritario de la creación de opinión. Pueden entenderse piadosamente en medio del shock por su conversión en partido parlamentario tras cuatro años de travesía del desierto electoral.
Pero transcurridos otros cuatro años más, las pruebas de lo desafortunado de la estrategia empiezan a ser una manada de elefantes en la habitación.
El arranque de su nueva etapa institucional en Castilla y León ya prometía. El presidente de las cortes, Carlos Pollán, se encontró con el rechazo de varios procuradores socialistas a… estrecharle la mano.
No a comulgar con sus políticas o darle la razón en ninguno de sus planteamientos a la hora de ver la vida, no. A estrecharle la mano. El acto reflejo con el que, al menos antes de la Covid, saludabas a todo ser humano que se cruzaba en tu camino. El mismo que han protagonizado enemigos irreconciliables, representantes de países en guerra, compañeros de partido político.
No parece que quede en anécdota. El PSOE plantea estrategias para aislar a los tres consejeros del partido de Santiago Abascal de aquellos foros que reúnen a los responsables de cada área en todas las comunidades autónomas. El nasty party llevado a sus últimas consecuencias. El partido apestado.
El fondo de la propuesta no puede resultar más desafortunado. ¿No quieres desmontar a Vox? ¡Qué mejor que tenerlo bajo el mismo techo, confrontando políticas, comparando propuestas, desnudando sus medidas!
Pero es que no hace falta ser un gurú de la ciencia política para darse cuenta de que este partido engorda sus votos cuando puede vender un mensaje victimista. Su habilidad fue la que ya demostró Podemos antes: susurrarle al oído de los expulsados del sistema que ellos no merecían esa posición a la que les había relegado el perverso mainstream.
Es legítimo recelar de la oportunidad del pacto de gobierno castellano-leonés. La derecha mediática ha seguido el camino del «aquí no pasa nada» que ya abrieron los medios socialdemócratas años antes. El extremismo lo es menos cuando me ayuda a mí a gobernar.
Pero no nos dejemos embobar por los gestos ampulosos que buscan distraer la atención. El cruce de reproches entre PSOE y PP sobre con quién pacta cada quien termina el día que estos decidan que están más cerca el uno del otro que de las respectivas extravagancias en sus extremos ideológicos.
Se niegan a estrechar la mano de un representante político aquellos que no tienen problema alguno en posar alegremente con golpistas o proterroristas. pic.twitter.com/CtYfeP0qoS
— Toni Cantó (@Tonicanto1) March 10, 2022
Ventana nostálgica. En 1999, José María Aznar y Joaquín Almunia acordaron apoyarse mutuamente no sólo frente al nacionalismo vasco en los ayuntamientos en los que fuera posible, sino también frente al populismo del Grupo Independiente Liberal de Jesús Gil, que ese año se extendía por la Costa del Sol más allá de Marbella.
Pero, al margen de los pactos de gobierno, a Vox le corresponde una cuota de representatividad que emana de sus votos. Más de 3.600.000 en las últimas generales. Y subiendo, dicen los demóscopos.
Hay que vivir en una burbuja muy hermética para no tener contacto cotidiano con ninguno. Pensemos otra vez en la escena del apretón de manos rechazado.
Frente a Vox han sobrado adjetivos y han faltado sustantivos. Las etiquetas han sustituido a los argumentos. Durante años se habló del efecto «vasos comunicantes» entre el PP y ERC. Lo de la «fábrica de independentistas» y tal. Apliquemos esa lógica cada vez que Gabriel Rufián les llama «fascistas» en la tribuna del Congreso.
Es difícil aventurar cuántos votos les hace ganar. No es arriesgado afirmar que la inmensa mayoría de los que echaron su papeleta se ven reafirmados en su decisión.
Los aspavientos son una opción. Otra es darle la mano al que te la extiende. Y luego, ya, le discutes lo que sea.