- Los partidos políticos son la única organización humana que se hace daño a sí misma a sabiendas y con plena consciencia
¿Han visto alguna vez a un futbolista de primer nivel girarse con el balón, dirigirse a su propia portería y disparar fuerte y a la escuadra sin que nadie de su equipo intente evitarlo? Si se diera el caso, lo más probable es que en alguna reencarnación anterior esos jugadores se hubieran dedicado a la política.
Los partidos políticos son la única organización humana que se hace daño a sí misma a sabiendas y con plena consciencia. Otras pueden cometer errores de los que se derivan perjuicios; pero hay que haber vivido los procesos de decisión en el interior de un partido para contemplar cómo un dirigente, o un grupo de ellos, toma un curso de acción desastroso sabiendo positivamente que lo es, y después se lamenta por las consecuencias. De hecho, muchos observadores externos equivocan sus análisis y predicciones por suponer que los políticos siempre actúan racionalmente de acuerdo a sus intereses objetivos. Nada más lejos de la realidad.
En el mes de febrero, el Partido Popular estaba por los suelos. Las elecciones de Cataluña lo desarbolaron, los viejos casos de corrupción lo anegaron de nuevo, su desempeño parlamentario era lamentable, sus líderes territoriales miraban a la cúpula con nerviosismo creciente y se vigilaban entre sí. Los demóscopos se preparaban a cantar el sorpaso de Vox al PP, Pablo Casado anunciaba la venta de la sede de Génova y los tertulianos tomaban asiento en primera fila para narrar el naufragio.
Entonces llegó el suceso salvador. Arrimadas, desesperada por escapar a su destino fatal, se embarcó en una operación suicida en Murcia desconociendo todo sobre política murciana y sin atender a razones sobre los daños colaterales. Y Bolaños, que ya veía cerca el asalto a los tronos de Calvo y Redondo, picó el anzuelo y convenció a su jefe de que aquella era una ocasión grandiosa para dar la estocada mortal al PP birlándole por la espalda varios de sus gobiernos autonómicos.
Lo que vino después es historia sabida. Isabel Díaz Ayuso reaccionó con agilidad felina, convocó unas elecciones en Madrid en plena pandemia, arrasó en las urnas, aplastó a Ciudadanos, propinó a Sánchez la mayor cornada política que ha recibido desde que llegó al poder, provocó una matanza palaciega en el entorno monclovita y, además de convertirse en un icono social, resucitó a su partido y lo puso, por primera vez desde 2016, en la cabeza de las encuestas nacionales.
Gracias a la maniobra audaz de la presidenta madrileña, de repente la hipótesis del desalojo de Sánchez en las próximas elecciones adquirió una verosimilitud inusitada. Los dirigentes del PP descubrieron varias cosas a la vez. Que la pulsión antisanchista es ya un potente motor del voto, y tiende a hacerse transversal. Que la plataforma desde la que puede construirse la victoria no es el liderazgo nacional ni el Congreso de los Diputados, sino la fortaleza de sus poderes territoriales. Son los barones (Ayuso, Feijóo, Juanma Moreno, Mañueco, López Miras) quienes pueden llevar a Casado a la Moncloa, no al revés. Pintar el mapa de azul antes de conquistar el alcázar. Y que hay en el centroizquierda una multitud de votantes huérfanos, apóstatas del sanchismo, esperando que alguien les ofrezca un recipiente confortable para su papeleta. Ese recipiente debió ser Ciudadanos, pero Rivera se encargó de destruir su propia obra.
El Partido Popular, que hace dos años tocó fondo con 66 diputados, puede ahora pilotar una alternativa de poder, pero está lejos de tenerlo asegurado. Es preciso que sus dirigentes entiendan que solo desde una sincronización absoluta entre el poder orgánico central y las terminales institucionales en los territorios alcanzarán, unos y otros, la meta deseada; y que no es suficiente agrupar los votos de la derecha, necesitan además penetrar en el espacio electoral del PSOE, como hicieron Aznar en 2000 y Rajoy en 2011.
Los votantes de la derecha adoran a Ayuso. En otras circunstancias, si ella decidiera presentarse a unas primarias por el liderazgo nacional, las ganaría de calle. Pero a la vez, han percibido el aroma de una probable victoria con la que hace unos meses no soñaban. Saben bien que, junto a los coletazos judiciales de la corrupción, lo que más puede poner en peligro esa victoria son las querellas internas. Y para ellos, el cadáver político de Sánchez vale mucho más que el trono de Isabel. Ayuso tiene bula de su base social para hacer prácticamente lo que quiera, pero esa bula se acaba en el punto en que su ambición la conduzca a desestabilizar el partido cuando este apenas acaba de reflotarse.
A estas alturas, Pablo Casado debe ser consciente de que depende de sus barones para ganar. No le queda otra que apoyarse en ellos, reconocerles poder absoluto en sus territorios y establecer un pacto mediante el que ellos respetarán el ‘statu quo’ y lo impulsarán hasta las elecciones generales. Si gana, todos felices. Si pierde, se abrirá la carrera de la sucesión, ya sin él en el escenario. Dada la endeblez de su liderazgo social, este parece un acuerdo justo, además de efectivo. Si Casado cree que puede sobrevivir a una cuarta derrota, está en las nubes.
En estas condiciones, abrir batallas por el control orgánico en unos u otros territorios remite al principio de este artículo. ¿A quién demonios le importa la presidencia del PP en Madrid? No, desde luego, a los votantes —actuales o potenciales— de ese partido, que saben muy bien que, a efectos políticos, esa presidencia está en la Puerta del Sol, con una terminal en el Palacio de Cibeles. Jugar a enfrentar a Ayuso con Almeida por un puesto orgánico es una estupidez obtusa de la que no puede salir nada bueno para ninguno de ellos ni para quien cree mover los hilos desde el edificio en venta de la calle Génova.
Para que vuelva a haber en España un Gobierno que sea a la vez estable y productivo, tienen que darse dos circunstancias: que el ganador pase del 30% de los votos (lo que le situaría holgadamente entre 130 y 140 escaños) y que esa victoria le dé autonomía suficiente para restablecer un espacio de diálogo con la oposición y no estar sometido, como Sánchez, a las exigencias de aliados extremistas. Cualquier otra victoria sería pírrica y, además, estéril para el país, que seguiría paralizado por el bibloquismo.
Pero si continúan disparando a su propia portería como están haciendo en Madrid, regalarán a Sánchez cuatro años más en el poder y a Vox el gordo de la bonoloto. Entonces no solo habrá que vender la sede, sino ir pensando en jubilar la gaviota y la marca.