ABC 15/05/13
JOSÉ MANUEL OTERO LASTRES, CATEDRÁTICO Y ESCRITOR
«Si no se ataja esta sensación de desgobierno y desamparo frente a los que no respetan la ley, se irá abriendo paso, lenta pero imparablemente, la idea de que España está dejando de ser un Estado de Derecho que asegura el imperio de la ley como expresión
DESDE hace poco tiempo, un sector minoritario y agresivo de la población se ha convertido en una especie de azotacalles con el fin de aparentar que representa la voluntad popular y está empezando a campar por sus respetos con total impunidad. Mediante su presencia ruidosa y constante en los medios de comunicación, esta turba callejera intenta hacerse pasar por el pueblo como tal, que es la fuente de la que emana la justicia. Estamos ante un fenómeno más grave de lo que pudiera parecer a primera vista y que conviene atajar antes de que sea demasiado tarde.
Hablar del pueblo como fuente de la justicia no supone una mera licencia literaria, sino hacerse eco de un precepto de nuestra Constitución, que dispone que la justicia emana del pueblo. Es verdad que esta norma no emplea la palabra fuente, pero también lo es que utiliza «emana» y lo hace con precisión para enlazar la justicia con su origen: el pueblo. Es decir, para nuestra Constitución el pueblo español es la fuente de la que brota la justicia. A esto se refiere el Preámbulo de nuestra Carta Magna cuando proclama que la voluntad de la Nación española es «consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular». El pueblo es, por tanto, la fuente mediata de la justicia en la medida en que la ley expresa la voluntad de aquel. Lo cual significa que los jueces hacen justicia cuando aplican la ley que expresa la voluntad popular, cosa que sucede cuando el correspondiente texto normativo es elaborado por las Cortes Generales, que son las que ejercen la potestad legislativa. Este es, en síntesis, el Estado de Derecho que ha consolidado nuestra Constitución.
Pues bien, en los últimos tiempos, la claridad de nuestro sistema jurídico se está enturbiando por la irrupción turbulenta en la sociedad de esa «otra» voluntad de los azotacalles que no tiene nada que ver con la voluntad popular que se expresa en la ley. Esta «otra» voluntad a la que me refiero no puede calificarse como popular porque, aunque es verdad que procede del pueblo, también lo es que representa a una parte muy reducida de él. Por otro lado, la voluntad que portan los azotacalles carece de legitimidad democrática de origen porque no es la que se expresa a través de la ley: se configura en un ámbito completamente ajeno al control democrático. Se trata de una voluntad difusa, manipulada y menos espontánea de lo que se piensa. Procede de los sectores políticos más radicales de la sociedad, a los que se van agregando en una especie de aluvión personas verdaderamente afectadas por los problemas que aquellos dicen defender.
Esta voluntad se canaliza, por lo general, a través de las redes sociales y utiliza la confrontación callejera como cauce para tratar de imponerse sobre la ley. Son varios los ámbitos en los que florece esta voluntad, que podríamos denominar «callejera», pero se manifiesta de manera especialmente intensa en dos: en el de la elaboración de las leyes y en las actuaciones de los tribunales.
El Estado de Derecho cristalizado en nuestro texto constitucional parte de que la ley expresa la legítima voluntad popular porque es elaborada por los representantes del pueblo en el que reside la soberanía nacional. La voluntad popular que interesa al Estado de Derecho no es, por tanto, cualquier voluntad que proceda de los ciudadanos, sino solamente la que se expresa a través de las Cortes Generales, que son las que lo representan y en las que reside la potestad legislativa. Pues bien, las minorías agresivas que integran esa especie de turba callejera pretenden sustituir la voluntad de los parlamentarios por la que ellos dicen representar presionándolos con actos tan antidemocráticos e ilícitos como los asaltos al Congreso de los Diputados y el acoso y hostigamiento a los diputados en sus domicilios. Y en el ámbito de la aplicación de la ley, los azotacalles se organizan para crear un estado de confusión en el que se hace pasar por injusto todo aquello que no coincida con los postulados que defienden. A través de esa vía consiguen impedir que se ejecuten sentencias firmes de los tribunales, porque, por ejemplo, a un desahuciado por impago de las cuotas de la hipoteca que dista de estar en la penuria no se le ofrece permanecer en la vivienda sin pagar.
Aunque la murga callejera ha existido en otros momentos, en nuestros días concurren ciertos factores que han aumentado su explosividad. Además del hecho de que gobierne la derecha, contribuye a la reciente algarabía de los azotacalles la crisis económica con unos efectos tan devastadores que jamás se habían vivido con anterioridad. A lo que debe agregarse la coincidencia temporal con una profunda crisis institucional. La distribución territorial del Estado no solo genera tensiones entre el poder central y las autonomías más reivindicativas, sino que estas hacen gala en los últimos tiempos de una «desobediencia» constitucional que revela una cierta debilidad del Gobierno central. No sería extraño que incluso los más fervientes defensores de nuestra Constitución tuvieran serias dudas de que actualmente la soberanía nacional siga residiendo en el pueblo español, así como que de él emanen los poderes del Estado.
Pero no solo está en crisis el modelo autonómico; la generalidad de los ciudadanos percibe que ha crecido de manera elefantiásica la estructura de las tres administraciones públicas, la central, la autonómica y la municipal, sin que ello haya conllevado una mejora en la eficiencia de los servicios públicos. Lo cual hace pensar a muchos de nosotros que los políticos no han sufrido la crisis en la misma medida que otros sectores de la población. Lo cual no deja de ser paradójico, porque lo están pasando mejor los representantes de los ciudadanos que el propio pueblo representado. Finalmente, han fallado todos los mecanismos de control de la economía, lo cual ha hecho posible una galopante corrupción entre la clase política y los dirigentes de algunas instituciones financieras. A lo que se añade una inaceptable sensación de impunidad: apenas se exigen responsabilidades y cuando hay un condenado jamás devuelve lo que se ha llevado.
No es de extrañar que en este caldo de cultivo acampen a sus anchas los alborotadores callejeros, que actúan ferozmente porque tienen también sensación de impunidad: tampoco a ellos se les aplica la ley, porque su «voluntad callejera» se acaba imponiendo a la voluntad popular expresada en la ley.
Se está debilitando sensiblemente la «autoritas» de quienes tienen el monopolio legal del ejercicio del poder ganado en las urnas. No se trata de exigir el empleo de la dureza, sino de la firmeza que proporciona el respaldo del voto mayoritario del pueblo español. Si no se ataja esta sensación de desgobierno y desamparo frente a los que no respetan la ley, se irá abriendo paso, lenta pero imparablemente, la idea de que España está dejando de ser un Estado de Derecho que asegura el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular. Y si nos seguimos deslizando por este peligroso tobogán, va ser difícil detenerse y casi imposible dar marcha atrás.