JESÚS LAÍNZ – LIBERTAD DIGITAL – 24/09/16
· Abundan las muestras del salvajismo de una juventud salida de las aulas diseñadas por unos pedagogos y políticos progresistas que nunca pagarán por sus culpas.
El bueno de José Jiménez Lozano recoge en sus Impresiones provinciales el repugnante hecho sucedido en Sevilla hace un par de años, cuando los jóvenes botelloneros concentrados en las inmediaciones de una residencia de ancianos se lo pasaron bomba insultando y golpeando a los familiares de un anciano recién fallecido y otros acompañantes del cortejo fúnebre. El suceso le ha servido a dicho autor para subrayar que «éstos son los indeseables pero seguros efectos no sólo de la educación escolar de estos años, sino del descenso intelectual, moral, y del gran aumento de la degradación humana que ha experimentado el país», lo que ha resumido en la acertada expresión»derribo de la civilidad».
Estas últimas palabras recordaron a este humilde escribidor, cinéfilo de tercera regional, al autoritario catedrático interpretado por Albert Finney en The Browning Version preguntándose:
¿Cómo vamos a modelar seres humanos civilizados si ya no creemos en la civilización?
Efectivamente, ésta es una de las claves del Occidente de nuestros días: ¡tanto que ha presumido durante largos siglos, en algunas ocasiones con toda la razón y en algunas otras algo menos, de encarnar la civilización frente a la barbarie dominante en el resto del planeta, para llegar a estos crepusculares tiempos en los que su mayor afición es su propia denigración!
Ya no nos hacen falta los bárbaros de fuera. Los hunos pueden ahorrarse el trabajo de asaltar las puertas carcomidas de un Imperio antaño viril y hoy mantecoso. A los hunos hoy los tenemos dentro: somos nosotros mismos, especialmente nuestros jóvenes educados en el rechazo a todo esfuerzo, excelencia y autoridad. Porque la que cuenta Jiménez Lozano es tan solo una del millón de anécdotas que retratan el salvajismo de una juventud salida de las aulas diseñadas por unos pedagogos y políticos progresistas que nunca pagarán por sus culpas.
Pero las hordas juveniles no están solas. Otra anécdota entre un millón: a finales del pasado mes de julio las olas depositaron un fardo de hachís en una playa malagueña. El socorrista que lo recogió y avisó a la policía fue agredido por una horda de bañistas que se abalanzaron sobre el fardo para hacerse con la droga. Edificante espectáculo de quienes, sin duda, despotrican todos los días contra la corrupción de los políticos. Éste es el pueblo español. Es evidente que no se puede generalizar, pero cabría preguntarse hasta qué punto pesan las excepciones.
Al elemento humano hay que añadir el ideológico, pues la disolución general no se podría explicar sin constatar el hecho de que a nuestros modernos salvajes, jóvenes y viejos, les acompañan las opciones políticas caracterizadas por el rechazo a las sociedades occidentales en las que les ha tocado vivir. La frustración personal como móvil político, el rencor universal, la violencia apenas soterrada, la incapacidad de crear, el placer por disolver, el odio hacia todo y hacia todos están espléndidamente representados por esa neoizquierda engendrada por la Logse y otras medidas socialistas de ingeniería social de largo alcance. Aunque tampoco es cosa de concederles la satisfacción de hacerles sentir especialmente originales, pues el asunto ya es viejo en eso que llamamos izquierda. Un sólo ejemplo: en 1925, en una conferencia en la madrileña Residencia de Estudiantes, el eximio comunista francés Louis Aragon declaró que su intención era «destruir esta civilización»:
¡Mundo occidental, estás condenado a muerte! Nosotros somos los derrotistas de Europa. Poneos en guardia, o, mejor aún, reíd mientras podáis. Nosotros pactaremos con todos vuestros enemigos (…) Sembraremos por doquier los gérmenes de la confusión y el malestar (…) Somos los que siempre daremos la mano al enemigo.
Nuestro olvidado José Cadalso ya nos advirtió hace tres siglos que paradetener la irrupción de los bárbaros no es suficiente obstáculo el número de ciudades fortificadas:
Si reinan el lujo, la desidia y otros vicios fruto de la relajación de las costumbres, éstos sin duda abrirán las puertas de las ciudadelas. La mejor fortaleza, la más segura, la única invencible, es la que consiste en los corazones de los hombres, no en lo alto de los muros ni en lo profundo de los fosos.
Los nuevos bárbaros llaman a nuestras puertas. Es más, ya están dentro junto a los de fabricación propia. Y da igual que hayan llegado por supervivencia o por fanatismo religioso, da igual que se trate de gente excelente que de criminales, de justos que de pecadores, pues en el caos final no habrá tiempo para matices. Y cuando llegue, nos pillará haciendo botellón.
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