- Los descendientes del Batallón Mackenzie-Papineau de las Brigadas Internacionales han donado un millón de dólares a la York University para divulgar la historia de España.
En 1990, el politólogo americano Joseph Nye popularizó el concepto de «poder blando». Con él se refería a la capacidad de los Estados de seducir y de crear simpatía en contraposición al poder duro derivado de la presión militar o económica.
España tiene una enorme fuente de poder blando gracias al turismo. Las decenas de millones de personas que nos visitan cada año aprecian a nuestro país, y por ello constituyen una gran fuente de poder blando. Nuestras calles son seguras, los placeres de nuestra vida diaria no se dan en muchos sitios y nuestro patrimonio cultural es simplemente extraordinario.
Bravo entonces por los esforzados camareros, señoras de la limpieza, guías turísticos y empresarios que hacen posible que tengamos esta buena imagen y poder de influencia basado en lo que somos y hacemos, no en el miedo que nos puedan tener.
Por desgracia, España tiene un serio problema de imagen que tiene poco que ver con la realidad diaria y sí mucho con prejuicios históricos y culturales muy arraigados, sobre todo en lo que en nuestro país se llama «el mundo anglosajón».
Por poner un ejemplo ligado a lo que acabo de contar. En 2019, Netflix emitió una película muy exitosa llamada Murder Mistery. Al comienzo de la misma, sus protagonistas, supuestos americanos medios, aterrizan en Málaga, donde les espera una tropilla de bailaores flamencos bastante ridículos y un autobús cochambroso.
«¿Cómo se combate este supremacismo? Interviniendo en el mundo intelectual y creativo con paciencia y medios»
Además de los tópicos, la lógica era simple. Si los autobuses en Norteamérica pueden ser bastante malos (cosa que realmente ocurre), en España tienen que ser por fuerza peores (aunque, desde luego, no lo son). Este supremacismo cultural tiene viejas raíces que van desde la Leyenda Negra a las películas de británicos y americanos en las que españoles y latinos a menudo aparecen como vagos, ignorantes, intolerantes y pérfidos. Ya se sabe, Drake era un inteligente caballero, los Don Gil unos bellacos opresores, pero afortunadamente tontos.
¿Cómo se combate este supremacismo? Interviniendo en el mundo intelectual y creativo con paciencia y medios. En estos días, una pieza esencial son los institutos de lengua y cultura nacionales.
Pero ahí vamos mal. En toda Norteamérica, sólo tenemos tres institutos Cervantes. En Canadá, donde yo trabajo, ninguno, aunque nuestro brillante embajador en Ottawa, Alfredo Martínez Serrano, parece haber conseguido el compromiso del Gobierno de que se abra uno en Toronto, a la espera siempre de lo que diga Hacienda. Hay que ser cautos. Antes de celebrar nada, le confieso, lector, que sobre este tema llevamos escuchando promesas desde 2001.
Mucho peor vamos en la cuestión de la enseñanza de la Historia de España, fuente original de la mala prensa centenaria de nuestro país. Mis colegas y un servidor llevamos más de seis años diciendo en los medios, a los distintos gobiernos y a los empresarios (cuando nos han recibido) que la Historia de España está en fase crítica en las universidades más importantes del mundo.
Cuando se jubila un catedrático no se le reemplaza. Piense el lector en cualquier gran nombre que le venga a la mente. Le aseguro que estará jubilado, quizás ya fallecido, y desde luego, nadie ha ocupado su puesto.
Ya solo queda en Norteamérica una cátedra en la que se curse el doctorado en Historia Contemporánea de España. Está en San Diego, California, y su titular está próxima a jubilarse. Las razones detrás de esta situación son muchas. Está entre ellas el declive de las Humanidades en Norteamérica, pero también que España no está de moda por sus desgracias. Ya no nos rige un dictador, no somos un país pobre y traumatizado, y el peso de la memoria de la Guerra Civil no es el que existía hace unas décadas. El resultado es que no somos un país sexi para los departamentos de Historia, y por eso no contratan profesores para que la enseñen.
«Una parte de la opinión pública extrajera compró el relato separatista de que la inquisitorial España estaba oprimiendo a la moderna y liberal nación catalana»
El problema con esta situación es que, si nosotros no contamos nuestra Historia, otros lo harán, o la ignorarán, y los mitos y prejuicios sobre nuestro país seguirán viviendo su vida de zombis, despertados quizás en momentos de crisis por quienes no aman precisamente a España, como ocurrió durante la crisis de 2017 en torno a Cataluña.
Visto desde fuera del país, una parte de la opinión pública extrajera compró el relato separatista de que el problema era que la inquisitorial España estaba oprimiendo a la moderna y liberal nación catalana. O sea, Drake y Don Gil otra vez.
No ayudaron las tristísimas imágenes de las cargas policiales, pero en esos duros momentos mi colega Adrian Shubert, profesor en la York University, y yo publicamos artículos en la prensa canadiense, y fuimos entrevistados en la radio y televisión, explicando las cosas con análisis serios que dejaban poco lugar a mitos y prejuicios. Shubert se acaba de jubilar. Quien esto escribe lo hará en unos cinco años. Buena suerte entonces con la (ojalá que no) próxima crisis.
¿Hay solución? Sí, y la llevamos planteando desde hace muchos años a Marca España primero, a España Global después, a distintos ministerios e, insisto, a algunas grandes multinacionales españolas con fuerte presencia en Norteamérica. Que hagan como otras comunidades étnicas y doten cátedras permanentes de Historia de España.
¿Qué hemos conseguido hasta ahora? Pues palmaditas en el hombro, algún portazo en las narices y, en resumen, nada. Por eso llama la atención, por la generosidad y el amor a España y sus gentes, el gesto de los descendientes del Batallón Mackenzie-Papineau de las Brigadas Internacionales que, no siendo ni ricos ni españoles, han donado un millón de dólares a la York University, en Toronto, para que se cree allí una cátedra permanente de Historia de España. La noticia acaba de trascender, pero la donación llevaba meses gestándose.
«Los descendientes de los Mac-Pap ponen su dinero donde está su corazón, lo que debería sacar los colores nacionales a quienes, en España, teniendo los medios, se escabullen»
El pasado otoño, en Ottawa, en un acto de homenaje a los brigadistas al que fui invitado, ya hablábamos de esto. En la recepción que siguió, conversé con los descendientes de los Mac-Paps. Contaban historias tragicómicas de acoso por parte de la Policía Montada, encargada de espiarles a su regreso de España (algunos agentes acabaron siendo amigos de las familias), pero también me hablaban con mucho amor de un país lejano que algunos de ellos apenas conocen.
Y luego estaba su generosidad. Cuando le comenté al presidente de la asociación, Martin Paivio, que estábamos ampliando nuestro Museo Virtual de la Guerra Civil, me preguntó si necesitaba dinero. Le di las gracias. «Por ahora no», dije. Estaba un poco sonrojado. Su asociación ya da cada año 10.000 dólares a mis alumnos graduados, y otros tantos a los de Shubert, para que viajen a España para investigar la historia de nuestro país.
Pero es que, además, nunca han pedido cuentas, cuestionado sobre qué investigan, o qué enfoque dan a su trabajo. Lo mismo va a pasar con la cátedra que acaban de dotar. Por cierto, Paivio y yo hablábamos rodeados de banderas (constitucionales) de España. Poco antes, nos habíamos levantado todos en señal de respeto para oír los himnos nacionales (el Oh Canada y la Marcha Real) y concluir así la parte formal del acto.
Los descendientes de los Mac-Pap ponen su dinero donde está su corazón, lo que debería sacar los colores nacionales a quienes, en España, teniendo los medios, se escabullen a la hora de ayudarnos a defender la realidad del país fuera de sus fronteras, y expandir así su poder blando en un mundo muy duro.
Y, por favor, que nadie finja ignorancia a partir de ahora.
*** Antonio Cazorla Sánchez es catedrático de Historia de Europa en la Trent University, Canadá.