Cristian Campos-El Español

Esto ya lo hemos vivido antes. Fue cuando eldiario.es publicó la noticia de que ocho encapuchados habían asaltado a un joven gay en Malasaña a plena luz del día y le habían grabado la palabra «maricón» en el culo con una navaja.

No hacía falta ser un lince para darse cuenta de que la historia era disparatada, pero una elemental prudencia (aquí gobierna quien gobierna y corren los tiempos que corren) invitaba a enmascarar prudentemente la incredulidad. A decir «las cámaras de la zona no parecen haber registrado nada» en vez de lo que el cuerpo te pedía gritar con el palillo en la boca: «Me juego 100 € a que esto es mentira».

Tras horas de televisión y docenas de portadas dedicadas a analizar cómo los españoles habíamos permitido que Isabel Díaz Ayuso y José Luis Martínez Almeida asfaltaran el terreno para la aparición de manadas de nazis grabadores de culos, la «víctima» confesó que todo había sido una invención. Saltaba la sorpresa en Las Gaunas.

«Si nos hemos creído la denuncia de este chico es porque estas agresiones suceden cada día» decía una activista LGBT para justificar el alarmismo generado por algo que no sucedió jamás. «A las víctimas hay que creerlas siempre» decían otros bienintencionados, olvidando que es imposible saber si alguien es una víctima hasta que no has descreído de su historia e investigado los hechos. Porque si lo que cuenta la «víctima» es mentira, entonces no es ya una víctima, sino un mentiroso o algo peor.

Esta semana hemos vuelto por donde solíamos. Docenas de chicas han denunciado haber sido pinchadas en discotecas y haber sufrido efectos supuestamente similares a los de la sumisión química. De ser cierto, eso querría decir que docenas de agresores sexuales se habrían puesto de acuerdo este verano para pinchar a varias chicas durante los mismos días con el objetivo de abusar casi simultáneamente de ellas.

En un ranking de denuncias inverosímiles, esta puntúa cerca de la del bulo de Malasaña. Porque no hay rastro de sustancia alguna en el cuerpo de las víctimas. Nadie ha visto nada. Las cámaras no han grabado nada. Ninguna de las chicas ha sido atacada sexualmente o robada. No se ha detenido a nadie. No se ha encontrado una sola jeringuilla. No se ha encontrado una sola aguja hipodérmica.

[El mapa de los pinchazos en España: 63 denuncias y ninguna prueba de sumisión química]

Sólo una de las chicas ha dado positivo por MDMA. La posibilidad de que esa sustancia haya llegado a su cuerpo tras serle inyectada con una aguja hipodérmica es, en el mejor de los casos, difícil de creer. Y eso sin necesidad de aplicar la navaja de Ockham, que ayudaría a dar con una explicación más sencilla de cómo puede haber llegado esa droga a la sangre de la chica durante las fiestas del barrio de Montevil, en Gijón.

Por no hablar de que el éxtasis no es, precisamente, la droga que un violador escogería para anular la voluntad de nadie. Simplemente, el MDMA no produce ese efecto.

Nadie ha dado tampoco una explicación no ya irrefutable, sino mínimamente razonable, de por qué un agresor sexual escogería una metodología tan retorcida y laboriosa para drogar a su víctima como la de una aguja hipodérmica. Una aguja que debe clavarse en el cuerpo de la víctima, de forma dolorosa, durante un mínimo de 15 o 20 segundos. Que exige una proximidad máxima a la víctima. En lugares con cámaras donde a la víctima la rodean docenas de amigos, de otros clientes, de camareros, de guardias de seguridad.

Nadie ha explicado tampoco cuál es esa sustancia capaz de anular por completo y en segundos la voluntad de la víctima. Capaz de provocar desmayos, desorientación, mareos, vómitos y demás síntomas descritos sin dejar rastro alguno en la sangre. O por qué esa sustancia debe ser inyectada en vez de vertida en la copa de la víctima, un método bastante más practicable que el de la aguja hipodérmica.

La posibilidad de que docenas de gamberros o de violentos estén pinchando a las chicas por sadismo o por el efecto imitación es mucho más probable que la de la aguja hipodérmica y la sumisión química. Y no es un riesgo menor. Porque los alfileres, los punzones o los clips utilizados podrían estar infectados o provocar lesiones graves.

Que los síntomas descritos por las víctimas, los que popularmente se asocian a una sumisión química real, puedan ser atribuidos a la psicosis colectiva no debería llevarnos a tirar al niño con el agua de la bañera y despreciar de plano el miedo que esos pinchazos generan en las mujeres que aspiran a salir por la noche con la misma seguridad de que no van a ser agredidas con la que queremos salir los hombres. Porque ese terror es real, es incapacitante y no puede ser aceptado con el argumento de que peor es ser violada.

[Qué sabemos de la ola de ‘pinchazos’ en discotecas: «Más que sumisión química, son agresiones»]

La pregunta es ¿cuánto hemos contribuido los periodistas a generar ese efecto imitación en docenas de gamberros y agresores por nuestra reticencia a hacer el único trabajo por el que se le paga a un periodista? Es decir, no creerse nada.

Y escribo en plural por pura cortesía porque aquí estoy hablando de otros.

Paradójicamente, es esa ansia por ayudar a las mujeres, por ponernos de su lado, por presumir de pureza moral, por creerlas digan lo que digan aunque lo que digan sea absurdo, por especular con la peor de las posibilidades, aunque esa posibilidad sea inverosímil, lo que podría haber generado un peligro real para ellas. Algo sobre lo que debería reflexionar también el Ministerio de Igualdad y, sobre todo, Irene Montero.

Convendría, en fin, pensárselo dos veces la próxima vez que llegue una historia inverosímil a las redacciones. Aunque la historia encaje como un guante en nuestros prejuicios, nuestras neurosis y nuestros sectarismos.

De hecho, deberíamos sospechar de esa historia precisamente por eso.