Cristian Campos-El Español

Esto funciona así.

El lunes, eldiario.es publica que un grupo de ocho encapuchados ha atacado a un joven en Malasaña y le ha grabado la palabra maricón en el culo con una navaja.

El País y la Agencia EFE clonan la noticia. Luego la reproducen el resto de medios. Se habla de «agresión homófoba», de «ocho encapuchados» y de «Malasaña». Es decir, de los elementos básicos de la denuncia (real) del joven. Se publica sin adorno, tal cual, porque nadie ha tenido tiempo material de investigar el asunto.

En circunstancias normales, el asunto habría quedado ahí. Al día siguiente, martes, se habría publicado que la Policía Nacional no encuentra rastro alguno de los atacantes en las cámaras de la zona, y el miércoles, la confesión del autor de la mentira. Un suceso anecdótico más producto de la mente calenturienta de un fabulador.

Pero el mismo lunes por la tarde, aproximadamente a las 17:00, el Gobierno decide utilizar la noticia de esa denuncia, todavía sin pruebas, para lanzar una campaña de propaganda.

La Dirección General de Diversidad Sexual y Derechos LGTBI, uno de los múltiples chiringuitos gubernamentales que trabaja con materia tan palpitante y de indudable interés para el Estado como los gustos sexuales de los españoles, publica el siguiente tuit.

En el ecosistema mediático español hay determinadas señales que funcionan como estímulos pavlovianos. Y este lo es.

Se equivocan aquellos que creen que el Gobierno o tal o cual partido hacen llegar su argumentario a los periodistas cada mañana y estos obedecen luego esas órdenes. Y se equivocan porque no es necesario. El ecosistema mediático progresista sabe perfectamente, sin necesidad de instrucciones, que la agresión (verdadera) en la que una banda de menas le arrancó cuatro dientes a una joven en pleno centro de Madrid no debe ser noticia jamás, pero que la noticia (sin pruebas) de una agresión supuestamente homófoba en la misma ciudad sí debe serlo.

Como debe serlo también la denuncia falsa de las influencers Devermut, que se inventaron que habían sido expulsadas de un local de Conil por lesbianas, cuando las cámaras del local demuestran que fueron ellas las que buscaron la bronca con el resto de los clientes.

El hecho de que en la supuesta agresión de Malasaña no hubiera autor conocido permitió además atribuir el delito a los hombres de paja habituales: el heteropatriarcado, Madrid, Isabel Díaz Ayuso, el machismo, José Luis Martínez-Almeida, la ultraderecha, el neoliberalismo, el franquismo sociológico…

El martes empieza el festín. Eldiario.es publica que «agentes con experiencia antiterrorista se incorporan a la investigación». El mismo diario publica ese día un texto que dice: «Uno [de los agresores] ha comprado ocho pasamontañas, uno por cabeza. Y han salido a la calle a plena luz del día. Así de impunes se sienten. Y han ido a Malasaña, que allí seguro que encuentran a un maricón».

No es el único bulo que se sirve a los acólitos en ese festín de vísceras que es la calenturienta imaginación de los indignados. Activistas y tertulianos fantasean con el sadismo de la agresión. Hablan de la homosexualidad reprimida de los agresores. Del odio y la testosterona necesaria para grabarle con una navaja la palabra «maricón» en el culo a un chaval de 20 años. Hablan del terror a esos temibles comandos de bárbaros que se pasean a plena luz del día por Malasaña a la caza de gais y lesbianas.

El monstruo es cada vez más enorme. Los molinos ya no son gigantes: son Satán, Belcebú y Moloch a la vez.

Los comentaristas se regodean en el sadismo de una agresión a la que añaden cada vez detalles más escabrosos. Hay algo onanista en esa indignación moral impostada del santurrón que, tras una anodina vida como propagador de bulos, da por fin con la tragedia truculenta que justifica todas sus neurosis.

Recuerden. Los bulos son los satisfyer de los beatos.

Y así, se dicen cosas como que Madrid es el centro neurálgico mundial del odio a los gais. O que la culpa es de Ayuso y de Almeida. O que cientos de miles de españoles viven aterrados su día a día, con miedo a salir a la calle.

¿Me olvido de Vox? No. Vox cree que la campaña es contra ellos, cuando para la izquierda Vox no tiene la menor importancia: su interés en ellos es puramente instrumental. El objetivo es el PP y la consolidación de un cordón sanitario que impida a Pablo Casado cualquier pacto con cualquier otra fuerza política que pueda llevarle a La Moncloa. Porque la izquierda sabe que Vox jamás gobernará España. Pero el PP sí.

Y Vox hace lo mismo que hacen Fernando Grande-MarlaskaPedro SánchezIrene MonteroMónica García o Íñigo Errejón. Es decir, fabular. Javier Ortega Smith condena la agresión, pero la relaciona con «la entrada masiva de inmigración ilegal». ¿De dónde saca el dato?

La única verdad la dice el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, que acusa a la izquierda de utilizar la agresión homófoba de Malasaña para «ensuciar el nombre de Madrid». Algo que es estrictamente cierto.

¿Y qué ocurre mientras tanto en la otra prensa?

El martes, en la reunión de redacción de EL ESPAÑOL, y a la vista de las hiperbólicas reacciones del Gobierno y de sus medios afines, se decide seguir de cerca el asunto. Se envían redactores a Malasaña, se localiza al denunciante y se habla con él (la primera foto del denunciante la publica, de hecho, EL ESPAÑOL). Se habla con los vecinos, se habla con los comerciantes de la zona y se habla con la Policía Nacional.

No hay datos nuevos ni prueba alguna de que la denuncia sea cierta, así que el diario sólo publica noticias confirmadas y declaraciones oficiales. «El ministro X dice X». «El partido X pide X». «El presidente convoca X». No se encarga ningún artículo de opinión al respecto porque la noticia de que la policía no encuentra rastro de los atacantes en las cámaras de la zona invita a la prudencia. Otros diarios hacen lo mismo.

El miércoles por la mañana, la izquierda está al borde de la quiebra emocional. Se convocan manifestaciones hiperventiladas. Se habla de una epidemia homófoba. Se acusa a la derecha de haber desatado una guerra civil contra los gais. Los partidos de izquierdas se preparan para responder a esa guerra con la declaración del enésimo estado de alarma social. Posible promulgación de nuevas leyes, modificación del Código Penal, sollozos de influencers en Twitter: todas las posibilidades están abiertas.

Poner en duda la versión del chico es un suicidio profesional, pero sigue sin haber confirmación oficial de lo que a esas horas ya es evidente para cualquier adulto alfabetizado: que no existen los ocho encapuchados, que los cortes en el culo de la supuesta víctima tienen otra explicación y que la historia no es más que un bulo.

¿Pero cómo lo dices sin decirlo? ¿Cómo manifiestas que todo esto huele a cuerno quemado sin ganarte tu destierro? ¿Cómo plantas cara a una ola de estupideces si no tienes las pruebas en la mano de que eso es mentira? ¿Apelas al olfato periodístico? ¿Ese olfato que dice que cualquier historia demasiado redonda para ser cierta será muy probablemente mentira?

No. Dejas las migas de pan para que el lector inteligente llegue por sí solo a la conclusión correcta. Publicas la noticia de que la Policía «descarta que los ocho encapuchados de Malasaña sean una banda organizada». Y recalcas que «de momento, ni estos testimonios, en los que se incorporan fotos de posibles autores, ni las cámaras de seguridad de establecimientos de la zona y del Metro Tribunal, han dado pistas o rostros fiables de los posibles autores».

Y lo tuiteas sin mayor comentario. Y publicas luego un artículo en el que niegas que Madrid sea ese Mordor de la homofobia que vende Jorge Javier Vázquez, todavía escocido por la aplastante victoria de Ayuso el pasado 4 de mayo. Es lo máximo a lo que puedes llegar a falta de pruebas fehacientes de la falsedad del relato.

Recuerdas también que la Policía no ha encontrado una sola prueba de que la denuncia sea cierta. Y que hay que esperar al resultado de la investigación para sacar conclusiones. Y hablas con la Policía y te confirman lo que tú ya sabes: que están en ello, pero que de momento «no hay nada».

Aunque lo que te pide el cuerpo es escribir «yo no te creo, hermano».

Pero tú eres periodista, no tuitero, ni tiktokero, ni twitchero, ni periodista progresista. Así que hay lujos que no te puedes pegar. Entre ellos, el de mentir. Y una sospecha, por muy fino que tengas el olfato, no debe convertirse jamás en noticia.

Y cuando la supuesta víctima confiesa lo que era evidente, y por fin puedes fingir sorpresa («oh, dios mío, ¿quién iba a imaginar que las vacas no vuelan?»), todavía te queda tiempo para buscar los datos reales.

Esos que dicen que de las 1.401 víctimas de delitos e incidentes de odio en la España de 2020, 849 fueron hombres y 599 mujeres.

Que el motivo principal de esos delitos e incidentes fue el racismo, y el segundo, la ideología.

Que los incidentes por orientación sexual fueron sólo los terceros de la lista.

Que la definición de lo que se entiende por delito o incidente de odio es un cajón de sastre que comprende desde delitos de lesiones a infracciones administrativas, actos contra la Constitución o incidentes en campos de fútbol.

Que en términos cuantitativos los más numerosos de esos incidentes son las amenazas, no las lesiones.

Y que las comunidades con más casos en porcentajes relativos son el País Vasco y Navarra.

Nada de todo esto importa ya. El miércoles por la noche, un par de cientos de adolescentes se manifestaron en Sol para mostrar su horror por algo que no ha sucedido. Un locutor de la SER dijo que la denuncia era falsa, pero que el miedo es real, lo que equivale a decir que el monstruo del lago Ness no existe, pero que el miedo al monstruo del lago Ness es real, y que por eso hay que seguir hablando del monstruo del lago Ness para que ese miedo siga muy vivo y se puedan seguir haciendo editoriales al respecto.

El presidente del Gobierno se ha negado a desconvocar una comisión convocada a raíz de un bulo. A la reunión llegarán los convocados a lomos de un unicornio, para no desentonar con la atmósfera general de novelería. Pondrán mohines de disgusto y dirán que la inexistencia de hombres lobo no demuestra la inexistencia de vampiros.

Y la verdad, evidente para cualquiera, seguirá ahí fuera.

Que no hay ninguna epidemia de impunidad homófoba, sino crímenes concretos como el del joven Samuel en La Coruña que son duramente perseguidos y castigados por la Policía y los jueces españoles.

Que no hay comandos de ultraderechistas a la caza de gais.

Que Madrid sigue siendo la ciudad más libre de España y probablemente de Europa.

Que España es uno de los países más seguros del mundo para el colectivo LGTBI y las mujeres. Según algunos baremos, el primero de la lista.

Que una sociedad sana no puede creer a nadie que no presente pruebas o indicios de aquello que denuncia.

Que el «yo sí te creo» ha muerto.

Que la presunción de inocencia es un pilar intocable del Estado de derecho.

Y que a una buena parte de los españoles no le importan las víctimas reales, sino sólo utilizarlas como combustible de su sadismo santurrón.

A ver qué trola se inventan ahora.