Javier Caraballo-El Confidencial
- El indulto sin la prevención carece de sentido como medida de gracia, porque la generosidad que debe exhibir ante la sociedad el ente superior, el Estado, se percibe como lo contrario
Con la matraca repetida de que “los catalanes lo apreciarán”, el Gobierno de Pedro Sánchez está dispuesto a demoler dos de los pilares del derecho penal, la prevención especial y la prevención general; el escarmiento de los que delinquieron y la advertencia a quienes los siguieron y estén tentados a imitarlos. Todo eso se ignora con la presunción idílica de que la misma sociedad que en los últimos años ha dado muestras de un grave problema de enajenación va a aterrizar de nuevo en la realidad gracias unos indultos que se ofrecen como una rectificación del tribunal que condenó a los líderes de la revuelta.
El indulto sin la prevención carece de sentido como medida de gracia, porque la generosidad que debe exhibir ante la sociedad el ente superior, el Estado, se percibe como lo contrario, una muestra de debilidad ante los que se burlan de él. Ese es el error capital del Gobierno, y señalarlo no presupone una negativa al diálogo político con los dirigentes independentistas catalanes, con Oriol Junqueras a la cabeza, ni a la concesión de esos indultos como resultado de la mesa de negociación, a partir de que los secesionistas renuncien explícitamente, no a sus ideales, sino a la imposición unilateral de sus aspiraciones. Ese sería el proceso lógico y el ritmo pertinente, de acuerdo a las intenciones teóricas del Gobierno, si en todo esto no subyacieran las prisas por amarrar la legislatura y alejar de las elecciones el coste electoral.
Uno de los mejores penalistas que ha tenido España, Santiago Mir Puig, catalán de Barcelona, fallecido el año pasado, prestó una especial atención a este objetivo de la prevención especial, que definía como “prevención frente a la colectividad, que concibe la pena como medio para evitar que surjan delincuentes en la sociedad”. El concepto general es que este intangible de la pena, que no es ni cárcel, ni multa ni prohibiciones, es una de las finalidades más importantes, porque busca enviar a la sociedad el mensaje nítido de que determinados hechos constituyen un delito y que quien los perpetre recibirá el mismo castigo.
Los penalistas y todos nosotros sabemos bien que el factor fundamental para que en una sociedad los ciudadanos cumplan las normas es la certeza de que su incumplimiento acarrea una sanción. Si lo pensamos, ante unos hechos como los que se produjeron en Cataluña, que hicieron tambalear a toda España, con la participación de dos millones de catalanes, la prevención general, la ciudadana, es más importante que la del delincuente. A menudo, cuando se polemiza sobre los indultos que pretende conceder el Gobierno a los condenados por la revuelta independentista del otoño de 2017, todo el debate se centra en la negativa de los presos a reconocer su culpa y, más allá aún, a comprometerse a no volver a delinquir, convocando otro ‘procés’, al cabo de unos años.
Pero ninguna bravata de los condenados independentistas tendría efecto alguno si la sociedad catalana que los alienta y los apoya hubiera asumido el mensaje que lanza con su condena el Estado de derecho. Puede Jordi Cuixart repetir mil veces eso de que ‘ho tornarem a fer’, pero ninguna repercusión tendría si la frase no la hubieran replicado por miles en camisetas, pancartas y balcones. ¿Son esos los catalanes que ‘apreciarán’ unos indultos que hasta los indultados reciben con desprecio: “que se los metan por donde les quepa”?
Consideran que «los tribunales aplican la legislación, pero hay ocasiones en que esas decisiones son legítimas, pero no son justas»
Sin querer mirar esta realidad, que está en la calle, en la justificación del indulto a los presos independentistas se llega al despropósito de utilizar las encuestas de opinión para respaldar la medida. Algunos juristas del entorno del PSOE, tan relevantes como Joaquín Almunia o Manuela Carmena, han apoyado los indultos con un doble argumento, que va en esa línea. Por un lado, que como los sondeos afirman que la mayoría de los catalanes son favorables a los indultos, eso los convierte en una medida de utilidad pública.Por otro lado, porque consideran, literalmente, que “los tribunales aplican la legislación que el poder legislativo emite, pero hay ocasiones en que esas decisiones judiciales son legítimas, pero no son justas”. ¿A qué nos conduciría todo esto? Al disparate de que los gobiernos pueden corregir a los tribunales de Justicia para contentar a la población. Eso, sin contar con la atrocidad democrática que supone situar el poder ejecutivo en un plano de superioridad sobre el resto de poderes del Estado, de forma que es el Gobierno, en última instancia, quien decide qué es justo y qué no es justo. Aun en el supuesto de que el presidente Pedro Sánchez consiguiera la renuncia de los independentistas a otro ‘procés’, el coste para la democracia española es inasumible.
En España, se da la insultante paradoja de que aquello que, objetivamente, ha conseguido la política gracias al diálogo y el consenso, como la Transición, se menosprecia o se minusvalora, mientras que lo que se ha conseguido por la acción legítima de la fuerza policial o de la Justicia se pretende transformar en un éxito de las negociaciones políticas. Ahí está el ejemplo de la banda terrorista ETA, que ahora resucita impúdicamente el presidente Zapatero como si su final hubiera sido obra del diálogo que él emprendió. Es todo lo contrario y, en lo que afecta a la revuelta independentista catalana, lo único que se ha demostrado efectivo para detener aquella espiral de locura ha sido la aplicación estricta de las leyes. Esa es la única prevención que ha funcionado, lo cual no es menos relevante: desde el encarcelamiento de los líderes secesionistas, el Parlamento de Cataluña no ha vuelto a aprobar ninguna resolución contraria al Tribunal Supremo o al Constitucional, como hacían con frecuencia anteriormente. Lo único relevante ha sido la desobediencia de Torra, que nada tenía que ver con un desafío independentista, sino con un acto menor para justificar su falso papel de presidente en rebeldía.