Hace un año coincidí con un tertuliano del PSOE en el programa Hablando claro de La 1. Cuando los presentadores sacaron el tema del último sarampión de fascismo que había brotado entre la ultraderecha catalana (creo recordar que andaban apedreando a un niño que había pedido ser escolarizado en la lengua mayoritaria en la región), el tertuliano, que es sevillano y que parecía no saber que soy tan catalán como Puigdemont, tuvo a bien explicarme lo que es Cataluña. Me suele pasar bastante y siempre dejo hablar al otro, sin hacerle spoiler de mi catalanidad, porque a veces surgen ideas portentosas.
Su argumento fue que los catalanes son gente maravillosa, ma-ra-vi-llo-sa, que lo hace todo en España. Literalmente, todo. «Tú vas a un supermercado, lees las etiquetas y todo está hecho en Cataluña» dijo el tertuliano sevillano. «Hasta el atún de Barbate, que se fabrica en un polígono de Sant Fruitós de Bages» debería haberle contestado. Pero ahí me falló l’esprit de l’escalier.
«Hay un hombre en España que lo hace todo» cantaban Astrud. Debía de ser catalán.
«Todo, lo hacen todo» continuaba él, poseido por el espíritu de la Moreneta, que es la Macarena de los carlistas. «Los champús, los jabones» decía, como si la lista infinita de hechos diferenciales empezara en la sección de higiene y se extendiera luego por el resto del Mercadona como una mancha de aceite supremacista. Intuyo que la izquierda española cree que sin los catalanes el resto de los españoles se lavaría con agua de lluvia y frotándose con un conejo atropellado por un camión.
No había oído yo una defensa tan numantina de la catalanidad desde aquel «los catalanes hacen cosas» del gallego Mariano Rajoy. Mi novia, que es de Cuenca, dice que en su pueblo los zagales entran a las chicas los sábados por la noche con la frase «tengo varias posturas». Las posturas son viñas pequeñas, pero la cosa suele dar lugar a equívocos, sobre todo con las foráneas. Pero ni siquiera las posturas podrían competir con un «soy catalán y hago champuses» porque a partir de ahí lo tienes todo ganado.
Y si hasta los sevillanos creen que los catalanes somos una raza superior porque fabricamos champús, qué menos que la amnistía, la independencia y hasta el derecho de pernada si la investidura de Pedro Sánchez depende de ello. Es un win-win de manual.
Es más. Visto así, hasta la amnistía parece un pago pequeño por continuar disfrutando de los champús más delicados de la piel de toro. Al menos, mientras los catalanes queramos seguir dentro de España. Algo que podría ir para largo, en vista de que el Gobierno le ha permitido a la casta regional quedarse con lo robado durante el procés.
Pero vamos a ponernos serios. La amnistía, más que los indultos o la modificación del Código Penal a conveniencia de golpistas y corruptos, es un punto y aparte para la democracia española. Como dice Virgilio Zapatero en el artículo que publicó ayer este diario, el debate técnico sobre la constitucionalidad o la inconstitucionalidad de la amnistía está desviando el foco de lo verdaderamente relevante: el significado profundo de una amnistía como la que pretende Sánchez.
Porque la amnistía no es un simple perdón de los delitos, como otros tantos que se han concedido durante las últimas décadas en nuestro país. Es la asunción por parte del Gobierno de que quienes se alzaron en 2017 tenían razón porque España no es una nación ni una verdadera democracia, sino un patético Estado fallido autoritario que ha ocupado por la fuerza los territorios de unas naciones vecinas a las que ahora debe unas reparaciones de guerra cuyas primeras letras deben empezar a pagarse ya.
Lo que está diciendo la amnistía es que nuestros pequeños sediciosos de provincias estaban en lo correcto al amotinarse. Y de ello se deduce que cualquier intento de repetir la asonada debería ser tolerado mansamente por el Gobierno. Por cualquiera, sea del PSOE o del PP, porque la amnistía produce efectos sine die. Quien amnistía es el Gobierno, pero el que asume las consecuencias es el Estado.
No creo, en cualquier caso, que en la España de Pedro Sánchez esté pasando nada que no ocurra en otras democracias. Como en tantas otras ocasiones, incluida la Guerra Civil, los españoles seguimos creyéndonos una excepción histórica a una regla general de progreso constante. Pero lo cierto es que ni existe esa regla ni somos la excepción a nada, salvo por lo que respecta a la pervivencia en España de los nacionalismos vasco y catalán, residuos resilientes del Antiguo Régimen, pero, sobre todo, del franquismo, del que son los verdaderos herederos (y gracias al cual, por cierto, muchos se hicieron ricos).
La democracia (lo explica Martin Wolf en su libro La crisis del capitalismo democrático) está retrocediendo a pasos de gigante en todo el planeta y lo está haciendo por los mismos caminos que ahora recorre el Gobierno en España. Ocupación de las instituciones, laminación de los contrapesos democráticos, división forzada de los ciudadanos en bloques antagónicos, ideologización de todas las esferas de la vida y superación de los viejos consensos políticos por la vía de los hechos consumados.
Esa lenta sustitución de la democracia por un clon tullido que aparenta ser democracia, pero cuyas características definitorias lucen cada vez más desvaídas y anémicas, se produce, además, sobre un terreno abonado por la demolición de las creencias fuertes sobre las que se construyeron los actuales Estados nación (patria, familia, religión) en beneficio de las débiles (el sexo, la raza, el folclore o las neurosis ideológicas de moda). Buena suerte construyendo un proyecto de convivencia sobre esas arenas de mentecateces movedizas.
La enfermedad que aqueja a la democracia muestra síntomas diferentes en España a los que muestra en Estados Unidos, Francia, Alemania o Canadá. Pero es la misma enfermedad, la de la rebelión de las masas de Ortega y Gasset cuando escribía:
Las nuevas masas se encuentran con un paisaje lleno de posibilidades y, además, seguro, y todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo, como hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro. Mi tesis es, pues, esta: la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida, es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza.
Los españoles, en resumen, estamos considerando como naturaleza el Estado de derecho, la democracia o la misma existencia de España.
Y no son naturaleza, sino organización. Y como tal organización, son extraordinariamente frágiles. Sólo hace falta un mal gobernante, uno solo, para devolvernos un siglo atrás.
Ahora lo llamamos populismo, pero lo que estamos viviendo no es más que la fase terminal de esa democracia que alberga en su seno la semilla de su propia autodestrucción. Que si la España que conocemos hoy desaparece lo hará entre los aplausos de los propios españoles y los «vivas» a sus verdugos ni cotiza en las casas de apuestas. A fin de cuentas, ¿qué puede hacer España, ese país inexistente, frente a unos Übermensch que fabrican champú?