Manuel Marín-Vozpópuli

 

Ocurre que cuando las democracias consienten quiebras de Estado se debilitan y fragilizan. Son democracias enfermizas que poco a poco se engullen a sí mismas

Mientras buena parte de Europa sigue anclada en los parámetros de un progresismo artificial, con su corrección política, su admiración por la chatarra dialéctica ‘woke’, o con el postureo ideológico bienqueda, Estados Unidos nos ha recordado que un tradicionalismo básico de antigua usanza sobrevive. Que las virtudes de las democracias no son patrimonio exclusivo de una izquierda satinada, y que sigue habiendo clases medias y populares que añoran un modo de vida ajeno al del urbanita ‘cool’ embebido en su teléfono móvil y manejado ‘intelectualmente’ por las redes sociales. Emerge un tradicionalismo latente y descontento que jamás se fue, y que cree que las tendencias no tienen por qué venir marcadas por dogmas inalterables de élites que se dicen ‘culturales’ sólo porque su ideario, y ningún otro, debe configurar las ‘neosociedades’ y dominar eso tan manido de la ‘conversación pública’.

Hay un tradicionalismo intervencionista, propio de regímenes aislacionistas, duro en su mensaje y carente de matices en sus formas, al que ya no le importan las imposturas y los posados sino el peso de la inflación en su bolsillo. Desprecia profundamente la altanería moral de quien le indica cómo debe dirigir su vida de modo correcto en las ‘nuevas ciudadanías’ de la digitalización y los algoritmos. Es el tractor frente a los tirantes, la fábrica contra la universidad, la América densa, rural e industrial que se inquieta contra presuntas élites ecociudadanas con demasiada inteligencia artificial en sus cerebros. Querían derogar lo que dibujaron como un mundo zafio, casposo, de leñadores rudos y vaqueros misóginos porque había quedado desfasado, y porque aquella derechona ultramontana ya no era lo suficientemente moderna como para pasar la prueba del algodón de la exquisitez europea. Y de paso, de mucho izquierdista modélico empeñado en determinar con qué filtros hay que pensar para ser un demócrata con carné. Hoy el pragmatismo sin rodeos ha arrasado a los liderazgos prefabricados.

Son los que sostienen que el nuevo conservadurismo debería modular su discurso para no parecer caduco, y que el trumpismo no cabe en los modos y maneras democráticas. Y probablemente esto último sea exactamente así. Pero esa es justo la enseñanza de las democracias, que se vota como se quiere votar y no como te sugieren que es correcto votar. Sencillamente, Estados Unidos ha castigado a una mala candidata, con un carisma ficticio, sin bagaje, ni criterio, ni empatía. Sin embargo, la paradójica enseñanza de la democracia es justo la aceptación de anomalías como la de que un tipo histriónico y millonario con 81 cargos penales por prácticas profundamente antidemocráticas sea aclamado.

Los de Estados Unidos y España son modelos democráticos con paradigmas muy diferentes. Y, sin embargo, hay paralelismos elocuentes en el modo de ejercer el poder y en la falta de escrúpulos para moldearlo. Utilizar tácticamente una tragedia para prolongar a la desesperada una legislatura, ofreciendo un ultimátum presupuestario condicionado a una catástrofe, revela que, en efecto, nuestra democracia también abunda ya en una “crisis de Estado”. La agresión física, el lanzamiento desesperado de barro, el grito de “¡asesinos!”, ha sido la última ratio demostrativa de ello. Los de Donald Trump y Pedro Sánchez no son paralelismos idénticos, pero sí dejan transparentar una concepción común de la democracia: ocupar el poder a su mayor gloria e imponer. Hay factores de fondo en los que Trump y Sánchez confluyen y las equiparaciones emergen por muy dispares que sean sus expresiones públicas: populismo, mentira, corrupción, manipulación, demagogia, propaganda…

Ocurre que cuando las democracias consienten quiebras de Estado se debilitan y fragilizan. Son democracias enfermizas que poco a poco se engullen a sí mismas, inconscientes de estar minimizando las causas de su propia desestructura interna. Son democracias legítimas por la dinámica de los votos y las mayorías, naturalmente, pero capaces de descomponerse de manera fragmentaria mutando en modelos autocráticos y autoritarios bajo el barniz de las buenas palabras.

Esta deriva está ampliamente diagnosticada. En 2021, Anne Applebaum, autora de ‘El ocaso de la democracia’, un libro de culto para quienes percibían ya el debilitamiento del andamiaje de constituciones con siglos de historia, sostenía en una entrevista que “el declive de la democracia no es inevitable, pero tampoco la supervivencia de la democracia es inevitable. Depende de las decisiones que tomemos. De hecho, uno de los errores que hemos cometido en las últimas décadas fue asumir que la democracia en sí misma era irreversible. En otras palabras, que una vez que había una democracia en funcionamiento no tenías que hacer nada en particular o esforzarte mucho para mantenerla: de alguna manera podías dejar que los políticos profesionales se preocuparan de eso y los demás podrían hacer lo que fuera, desde ganar dinero hasta pintar cuadros”.

Finkielkraut es uno de los autores que con más contundencia han acuñado la “crisis de nación” como concepto, como síntoma del “descuelgue ciudadano” de sus naciones. Y Fumaroli terminó denunciando el “vampirismo” de las democracias que optaron por destruir su “cultura de nación” a través de unos poderes legítimos que habían hecho de la demagogia y la prepotencia la coartada sustancial del poder. Igual ocurre con mentes no resignadas como la de Luc Ferry, con su advertencia de que la política no puede limitarse a ser solo “una manera de hacer surf sobre las olas de la globalización contra las que nadie puede hacer nada”. “En ocasiones, también es imprescindible saber decir no” para proteger a las democracias de sus propias desviaciones. Y, André Glucksmann, un maoísta de convicción que concluyó sus días apoyando a Nicolas Sarkozy, detectó un “nihilismo destructor” como bacteria devastadora de las democracias: “Nosotros vivimos en un universo sin ideología, casi sin sentido y sin sustancia, sumido en la inmediatez. Privado de un horizonte común en el que recolocar nuestras libertades actuales…”.

Muchas democracias están terminando por aceptar como un fenómeno irreversible su propia devoración. La burocracia imposible, el populismo, la elefantiasis administrativa, el aburguesamiento de boyantes sociedades del ocio, la degradación de la meritocracia, la depuración de clases medias tras la pandemia, vivir rápido, las desigualdades perennes, la corrupción, las mutaciones constitucionales, el desánimo juvenil, la complejidad de la inmigración, las enfermedades mentales, la dictadura del metadato… El humanismo decae, la confianza en el sistema se merma y definimos a la nueva generación como ‘de cristal’. Y ahí está, con escobas retirando barro y dando el más digno ejemplo cívico como réplica a su resignación, desesperanza y pérdida de confianza en el sistema.

Estos chicos del barro, tan solidarios como hastiados, son las dos caras de un síntoma indiciario de que se está agudizando una ‘crisis de Estado’ que erróneamente diagnosticamos de forma incompleta y poco realista. Como no queriéndola asumir. Es la contradicción de las democracias que se devalúan hasta fingir solo ser sí mismas y que a la larga se autodestruyen de puro éxito. Oímos hablar de políticos, pero no de estadistas. Las democracias no son estados fallidos, pero a menudo, por su vaciamiento, degeneran en estados que fallan. Y su mal radica en disfrazar de democracia las incipientes maneras de autocracias tan perfeccionadas que ni siquiera lo parecen.

En 2007, Mario Vargas Llosa, glosando la figura de Jean-François Revel, que nunca pasó por ser precisamente un derechista peligroso, publicaba que “la responsabilidad de todo este proceso está en las propias democracias que, por apatía, inconsciencia, frivolidad, cobardía o ceguera, han colaborado irresponsablemente con su adversario en labrar su ruina (se refería a la influencia de Rusia como elemento tóxico para los sistemas libres)”. Hace 41 años, Ravel escribía que “la democracia está menos amenazada que nunca en el interior y más que nunca desde el exterior”. Si viviese y pudiese elaborar una diagnosis revisora de lo que antes pensaba sobe las escasas amenazas internas dentro de las propias democracias, ¿afirmaría hoy lo mismo que en 1983 con semejante contundencia?