Ha pasado sin pena ni gloria el gentío, la enorme demostración de fuerza protagonizada por Carles Puigdemont este sábado en Perpignan (Francia), sencillamente porque hemos decidido mirar para otro lado y hacer como que la cosa no va con nosotros; que esto, tarde o temprano, lo acabará arreglando el magistrado instructor del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, de común acuerdo con sus pares europeos.
El primero en comprar esa mercancía averiada ha sido Felipe González quien, en un intento nada disimulado de reconciliarse con Pedro Sánchez, ha llamado «performance» a lo que en puridad fue un acto de solidaridad con un huido protagonizado, al menos, por cien mil catalanes; algunas crónicas cifran en 150.000 los que se animaron el fin de semana a hacer el camino inverso al de aquellos cien mil hijos de San Luis llegados a España en 1823 para apuntalar a Fernando VII contra la incipiente España liberal.
No sé a ciencia cierta cuántos cruzaron la frontera con la estelada, pero sí sé que ver a esa enorme masa independentista convenientemente amplificada por los medios de comunicación supone suficiente dosis de recuerdo de que sigue viva la amenaza del 1-O contra la España nacida de la Constitución de 1978, la única posible después de tres guerras carlistas y una atroz Guerra Civil que convirtió en ley la política de tierra quemada contra el adversario.
Si yo fuera el presidente del Gobierno, Oriol Junqueras o el resto de patrocinadores de una mesa de diálogo concebida a modo de ‘pista de aterrizaje’ del independentismo en las instituciones, no andaría contento
Así que, si yo fuera el presidente del Gobierno, Oriol Junqueras o cualesquiera de los innumerables patrocinadores de la mesa de diálogo a modo de pista de aterrizaje de regreso del independentismo en su conjunto a las instituciones, no andaría contento; no especularía más de la cuenta con las posibilidades de éxito de un tripartito en la Generalitat ERC/PSC/En Comú Podem, cuya sola invocación da alas a los Cien mil hijos de Puigdemont, dispuestos a volver a Perpignan cuantas veces haga falta.
Porque, más allá del sempiterno mensaje belicoso de quien que lleva 27 meses moviendo los hilos de Junts per Cat desde su refugio en Waterloo (Bélgica), de su llamamiento el sábado a «la lucha definitiva» (sic), signifique esto lo que signifique, el problema -insisto- son los miles que fueron a escucharle decir precisamente eso. Catalanes de todas las edades que no tenían cosa mejor que hacer un sábado por la mañana que ir a Perpignan a dar una patada a la mesa, es decir, al diálogo.
Porque de esto iba la «performance», de patear una mesa en La Moncloa que rompe los planes de revuelta permanente en la que @KRLS se mueve como pez en el agua. No había mas que escuchar los silbidos espontáneos entre la masa independentista cuando apareció Junqueras, el independentismo pata negra, en un vídeo pidiendo «negociar» con Sánchez. En resumidas cuentas, domesticado por el españolismo represor.
El líder de ERC se las promete muy felices como ganador en todos los sondeos habidos y por haber, pero todavía no ha ganado nada. No hay que ser un lince para darse cuenta de que el revival de Puigdemont, su íntimo enemigo, el hombre que le ocultó el 27 de octubre de 2017 que se fugaba de España y le dejó a los pies del juez Llarena, es la señal más inequívoca de que algo no funciona en el plan trazado entre La Moncloa, la sede del PSC y él en la cárcel de Lledoners (Gerona).
Tres partes no dialogan si una (Puigdemont y su valido, Quim Torra) no quiere, valga la paráfrasis; y ninguno de los dos parecen querer, por lo menos, hasta voltear esos sondeos que otorgan a Junts per Cat la segunda posición. Tratan de seguir pedaleando sobre una bicicleta sentimental independentista que, de otro modo, caería al suelo. Visto lo visto el sábado, costará que se den cuenta de que van sobre una bicicleta estática.