ABC 08/09/16
JUAN VAN-HALEN, ESCRITOR Y ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LAS REALES ACADEMIAS DE HISTORIA Y BELLAS ARTES DE SAN FERNANDO
· «En España delitos indubitables como ofensas o injurias a la bandera o al Rey, ocupación de la propiedad privada, ofensas a la religión, se evaporan desde la invocación a la libertad de expresión»
ES notoria la evolución del concepto de ciudadano y sus derechos desde los griegos y romanos a la Bill of Rights inglesa del XVII, la innovadora Declaración de Independencia de Estados Unidos, la Declaración en el inicio de la Revolución Francesa o la Declaración de las Naciones Unidas en 1948. De Aristóteles a Locke, Jefferson, Sieyès o Humphrey hay un gran camino.
El tratamiento que utilizaron los revolucionarios franceses de 1789 fue el de «ciudadano», lo que no obvió que la revolución más transformadora de la Historia desembocara en un Imperio con la recuperación de la nobleza, los títulos y los tratamientos anteriores. Luis Felipe de Orleans fue llamado «el rey ciudadano», puente para la llegada de la segunda República que dio paso al segundo Imperio. En nuestro ámbito casero el esperpento nacional lleva al inefable Alberto Garzón a referirse habitualmente al Rey como «ciudadano Felipe de Borbón», lo que, además, es una cursilería. Los términos «ciudadano» y «ciudadanía» se utilizan con prodigalidad vengan a cuento o no.
Los derechos de los ciudadanos se recogen en los textos fundamentales de todo el mundo –las escasas excepciones son de su práctica, no de su teoría– desde el inicio del constitucionalismo, y se derraman y se concretan en los códigos. A veces ciertos derechos o garantías se han desvirtuado o limitado por la vía de la interpretación. En España delitos indubitables como ofensas o injurias a la bandera o al Rey, incumplimiento de la ley de banderas, ocupación de la propiedad privada, ofensas a la religión confundiendo interesadamente aconfesionalidad con laicidad, y tantos más, se evaporan desde la invocación a la libertad de expresión. Pero las interpretaciones resultan interesadas. Por ejemplo, cuando algún cardenal u obispo manifiestan sus libérrimas opiniones sobre asuntos en los que consideran debe escucharse su voz, los que se sienten afectados les niegan el derecho a esa libertad de expresión que defienden para sí. Parece que todo vale.
En las sociedades contemporáneas los ciudadanos son cada vez más conscientes de sus derechos y se diría que paralelamente se sienten menos comprometidos con sus deberes; así, exigen que todos los servicios que reciben, sean o no de necesidad indiscutible, estén asegurados y supone una tranquilidad que se alimenten de las ubres públicas. El llamado Estado del bienestar se ha sobredimensionado alcanzando unas cotas que sus teóricos no imaginaron, en un tiempo en el que la colaboración entre las iniciativas privada y pública resulta necesaria, mientras todavía hay quienes apuestan por un férreo intervencionismo que teóricamente quedó atrás y en la práctica resultaría insuficiente además de ineficiente. Las experiencias del estatismo económico y social produjeron en el pasado y producen hoy, allá donde sobreviven, más desequilibrio y más pobreza, incluso en naciones objetivamente ricas.
Los ciudadanos entienden superados viejos conceptos de posiciones políticas de derecha e izquierda, ya que, por el paso del tiempo y la mixtura entre las tradicionales adscripciones, son ya en nuestra sociedad referencias originarias conformadas hoy en un mero relato que se visualiza sobre todo en gestos, pese a que, desde un mensaje añejo y anclado, haya quienes encuentren estancadas e insalvables las diferencias. Europa ha conocido y conoce no pocos fructíferos ejemplos de colaboración entre distintos, incluso entre contrarios, que dan soporte a gobiernos estables en el mejor servicio al interés general. La amplitud y consolidación de las clases medias, los avances sociales, la complicidad de las antiguas «clases» enfrentadas, arrumbaron hace decenios conceptos como proletariado y lucha de clases, por más que grupúsculos nostálgicos de la nada continúen con ese catón que, en economía y en política, parece una reedición de la noche de los muertos vivientes.
El concepto de ciudadano, no como habitante de una ciudad, sino como perteneciente a una nación, ha evolucionado; también su esencia. Y su conciencia como tal. Los políticos deberán entenderlo así, porque, de no hacerlo, se equivocarán. Las demandas de la ciudadanía no son las que eran y su madurez supone, en el ámbito de la política, una exigencia que es evidente en Europa, pero que acaso no valoramos en España: el compromiso de acuerdo entre los diferentes, incluso entre los adversarios, al servicio de los intereses generales de la nación. El criterio de los militantes no tiene que coincidir necesariamente con el de los ciudadanos que no lo sean, pero son, en su conjunto, quienes legitiman a los dirigentes y a los gobiernos merced a su veredicto en las urnas. El estadista sirve a todos y a todos se debe. Entenderlo es la prueba del algodón para diferenciar los políticos de raza que deciden con visión de futuro de los políticos mediocres que no ven más allá de su sombra.
Los políticos de raza que he conocido en mi larga experiencia en el periodismo de opinión y en las lides parlamentarias podrían contarse con los dedos de una mano o poco más. Hoy observo aquí y allá y descubro sobre todo párvulos. Y para uno que no lo es, la mediocridad rampante lo condena a una reedición del añejo e injusto «Maura, no». La Historia repite sus errores, siempre a galope de la envidia, que para Unamuno es «íntima gangrena del alma española».