JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • Millones de personas que por su edad no han podido acceder al pleno dominio de las técnicas digitales sufren una imposición de hecho y sin recurso

Según la RAE, demediar es tanto como dividir algo por dos, o quitarle la mitad de su valor. Bueno, pues sucede hoy, aquí y ahora, que a una categoría entera de ciudadanos se les está quitando la mitad de su ciudadanía, la mitad de sus derechos, la mitad de sus posibilidades de acceder a la dirección de su propia vida. Se les está convirtiendo en medio-personas, medio-ciudadanos. Y a nadie parece importarle.

Y no es que sean unos pocos los afectados. Por el contrario, son millones, son casi todas las personas que por su edad no han podido acceder al pleno dominio de las técnicas digitales, son los que no somos capaces de usar con soltura el móvil o el ordenador, son los que tienen que apelar a sus hijos o nietos para cumplimentar ese trámite imprescindible con el banco, con la Administración, con Hacienda, con la Seguridad Social o con la empresa que les provee de contenidos digitales. Son los pillados por la ola del nuevo analfabetismo, ese que te estigmatiza por mucho que leas a Unamuno de corrido o saborees a Machado con pasión. Porque no dominas el instrumento imprescindible, el manejo de esos botoncitos tan monos y tan pequeños o de esas pantallas táctiles tan luminosas y resbaladizas. Lo tuyo era el papel y el hablar ¡ay!, y ahora en vez de un funcionario te ofrecen un link.

Hasta le dan nombre: ‘la brecha digital’. Un apelativo que sugiere que estamos ante un fenómeno de la naturaleza, tal como el volcán y la colada de turno, algo que sucedería inevitablemente y por causas objetivas que escapan a la intervención humana. Pero son palabras que esconden la verdad, el hecho cierto de que la demediación de los mayores, su conversión en medio-personas, obedece a intereses económicos muy concretos y tangibles de las administraciones, públicas y privadas al unísono, que han decidido ahorrar en personal de atención, en empleados y funcionarios. Al tiempo que no hacen ningún esfuerzo por simplificar el trato con las máquinas, sino que, muy por el contrario, parecen disfrutar en ponerlo más y más difícil. Probablemente porque así consiguen que el viejo, esa persona que tan fácilmente se culpabiliza de sus carencias, asuma también su apartamiento del mundo de los activos como algo que es fruto de su propia incompetencia y torpeza, no de decisiones sociales interesadas.

La discriminación por la edad ha sido dócilmente aceptada en Europa y en España, desde antiguo. Que te priven de tu derecho a trabajar por la edad es algo que ni siquiera se percibe como discriminación en este lado del Atlántico, tan bien se ha camuflado e invisibilizado. Ahora es peor todavía, porque ni siquiera se trata de quitarte un derecho propiamente dicho, contra lo cual puedas revolverte y acudir a un juzgado. ¿Dónde está recogido el «derecho a comunicarse por los medios tradicionales»? Al contrario, empezando por la autoridad pública, todos afirman que quieren ayudarte a comunicar mejor y más fácil, que ponen a tu disposición la autopista digital de comunicación, lo nunca visto. El Derecho Positivo no está preparado para detectar esta privación, menos para corregirla. Y, sin embargo, a fin de cuentas, poder tener y manejar una cuenta corriente, poder tratar directamente con la Administración, poder protestar eficazmente deberían ser derechos tan básicos como la libertad de circulación. Y sin embargo se puede privar de ellos a millones de personas simplemente condicionándolos al pleno dominio del alfabeto digital. Ni el Defensor del pueblo ni los partidos políticos van a protestar o defender al demediado. Ni cabe acudir a un juez para que intervenga. Pura imposición de hecho y sin recurso.

Y encima recochineo: queremos ayudarte. Los políticos, las administraciones o las empresas destilan como babosas una espesa melaza de sentimentalismo basura para opacar la privación indignante que recibimos los tontainas. Se relamen de emoción hablando de ‘nuestros mayores’ y los ‘aitites’, con lo que disfrazan la ausencia de un trato serio y justo para con ellos. ¡Ay! Nunca debió suceder que la buena sociedad fuera la caliente del sentimiento y el cariño por doquier, sino la fría del trato respetuoso y los derechos. Empatía no, respeto.

Peor aún, resulta que los creadores y depositarios en exclusiva de la palanca de la indignación moral, el único estímulo que reconoce nuestro sistema político y mediático como acicate para corregir algo, no son por definición los afectados por la brecha digital, sino que son precisamente los totalmente ajenos a sus efectos. Los tuiteros y las redes que crean clima son por definición lo opuesto a los analfabetos digitales, así que no esperen de ellos ninguna denuncia de una situación tan injusta. Les es vivencialmente ajena, ni siquiera la imaginan. Si afectara en sus carnes a los diferentes, es decir, a las mujeres, o los transexuales, o los inmigrantes… un alarido de indignación moral se escucharía por doquier. Pero afecta a los cualesquiera, a los normalitos, a usted y a mí, por ejemplo. Y nadie se va a indignar por nosotros, porque lo que nos pasa no posee ni un ápice de glamour ético. ¡Así de sencillo!