Iván Vélez-El Mundo
Tras el homicidio de Laínez por llevar unos tirantes patrióticos, el autor analiza la fobia a España de algunos sectores catalanistas y de la izquierda para concluir que la nación española se resiste a ser aniquilada.
UNOS TIRANTES CON los colores de la bandera española accionaron el resorte homicida de Rodrigo Lanza. Víctor Laínez pagó con su vida la exhibición de un símbolo común y varias veces centenario, republicano incluso durante el siglo XIX. Muerto el legionario, no han faltado las habituales voces que han tratado de buscar algo muy parecido a la justificación del crimen: Laínez, según se ha comentado, simpatizaba con Falange, y Falange conduce inevitablemente a Franco y a una España eterna, prisión de naciones. Estremera sería el acabado símbolo de Francoland.
«España es una unidad de destino en lo Universal». Durante el franquismo, esta definición de tintes esencialistas fue omnipresente. Sin embargo, antes de formar parte de la terminología habitual del Régimen, la expresión ya figuraba en 1933 en un documento titulado Puntos iniciales que daban sintético cauce al ideario de una Falange Española que todavía no había añadido a sus siglas la T de un tradicionalismo en el que muchos vieron la semilla disolvente del anhelo revolucionario que atravesaba al partido de José Antonio. El texto, apenas un prontuario, afirmaba que España era –repárese en el tono paritario– «un agregado de hombres y mujeres», una realidad histórica que, ajustada a los quicios orteguianos, había cumplido, y aún tenía pendientes «misiones universales». Frente a tan elevadas expectativas, la grave amenaza de la división se cernía sobre España. Tres eran los elementos desestabilizadores señalados: los separatismos locales, las pugnas entre partidos políticos y la lucha de clases.
En cuanto a la cuestión territorial, con un separatismo que había mostrado su vigor especialmente tras la pérdida de Cuba, el texto, en el cual se emplea la expresión «lengua propia», daba cuenta de la diversidad española. Lejos de presentar una visión monolítica y homogénea de España, se reconocía la existencia de unos pueblos que habían cumplido su destino «bajo el signo de España». Tal visión, compatible en cierto modo con el actual Estado autonómico que resultó de la transformación del franquismo –la transición frente a la ruptura–, explica el hecho de que algunos camisas viejas, por ejemplo Dionisio Ridruejo, divisionario azul devenido en socialdemócrata, tras comprobar la pérdida de peso de Falange más allá de la persistencia de su simbología, rescataran una estructura territorial que encajaba con la existencia, al parecer también eterna, de dichos pueblos. Ex trotskistas, jesuitas, socialistas y nacionalistas fraccionarios fueron configurando unas bases ideológicas que prefiguraron el actual Estado.
No obstante, pese a que la fórmula «España es una unidad de destino en lo Universal» se asocia pavlovianamente a Falange y a Franco, el rótulo tenía unos antecedentes muy anteriores a José Antonio, líder de lo que denominaba un «antipartido». Muy influido por Mussolini, quien se convirtiera en El Ausente, también lo estuvo por Ortega, a través de cuya obra se había filtrado la filosofía alemana en muchos de los ambientes frecuentados por Primo de Rivera. El filósofo madrileño había tomado prestada la expresión del socialista alemán Otto Bauer, cuyo influjo también se extendió a algunos de los redactores de la actual Constitución. Antes de alcanzar su gran popularidad, existía, no obstante, un precedente en un escrito del que fuera presidente de la I República española, el federalista Emilio Castelar, separado de su cátedra de Historia y Filosófica de España en la Universidad Central de Madrid en 1865 por publicar el artículo El rasgo (La Democracia, Madrid 25 de febrero de 1865), en el que se mostraba muy crítico con el patrimonio de la reina Isabel II. El republicano, luego involucrado en la Revolución de 1868, es el autor de otro texto –Sobre la libertad de la Iglesia, La América, Madrid 25 de febrero de 1964-, en el que se unían dos líneas muy presentes en los textos joseantonianos: el cristianismo y la impronta filosófica alemana, incluyendo en esta última a Krause, tan influyente en la socialdemocracia española. Castelar vinculó la expresión «unidad de destino» a la trascendencia, a una universalidad que tenía la escala de la Humanidad. Démosle la palabra al gran orador gaditano: «Así ha decaído la caridad, el amor, la fraternidad, ese generoso sentimiento que proviene de la unidad de origen y de la unidad de destino en todos los hombres».
Éstas fueron las palabras de Castelar, que se dolía de la ausencia del ardor patriótico exhibido durante la Guerra de la Independencia o durante los días en que se redactó la Constitución de Cádiz, al tiempo que mostraba su fe en la democracia, favorecedora de la libertad y a la vez beneficiada por la faceta social de la Iglesia, asociación esta que un siglo más tarde se hizo visible en la España franquista de los 60 que manejaba el concepto de «democracia orgánica». Siete décadas más tarde, José Antonio ajustó la escala de Castelar a una sociedad política concreta: España.
La pretendida inmarcesibilidad de España, afirmada por José Antonio, contrastaba con una serie de corrientes anarquizantes que ya habían comenzado a operar, no sin recibir la dura crítica de Federico Engels, en la España de Castelar. Neutralizado el cantonalismo al que condujo la urgencia de los seguidores españoles de Bakunin, la década de los años 20 estuvo marcada por el rebrote del anarquismo, que floreció especialmente y de un modo criminal, en la ciudad de los prodigios. Desde esa misma Barcelona erigida sobre la cuadrícula burguesa de Cerdá, se reclamaron medidas para terminar con un movimiento que contaba incluso con la dimensión pedagógica, la otorgada por Francisco Ferrer y Guardia. No en vano fue el bibliotecario de la Escuela Moderna, Mateo Morral, quien lanzó un ramo de flores, con una bomba alojada en su interior, al paso de la comitiva nupcial protagonizada por Alfonso XIII y Victoria Eugenia. El encargado de neutralizar el pistolerismo fue Miguel Primo de Rivera, padre de quien se declaró partidario del empleo de «la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria».
UN SIGLO MÁS tarde, el publicitado pluralismo barcelonés ha permitido hacer convivir a los devotos y pulcros hombres del 3% con una serie de subproductos catalanistas englobados bajo la etiqueta antisistema. Tanto unos, los catalanistas más conservadores, como muchos de los que se miran en el estridente espejo abertzale, comparten su fobia a España, convergencia que alcanzó su momento estelar cuando el anterior alcalde de Barcelona corrió con los gastos de la grey okupa a la que tan afecta su sucesora Colau. Dinero público sirvió también para arropar a Lanza, protagonista de un documental de macabro título que hizo las delicias, entre otros, a Rufián y Évole, conmovidos ante un filme que trataba de mostrar la persistencia de un sistema, el judicial español, que mantendría la inercia corrupta del franquismo cuyas esencias seguirían cultivándose en ambientes como los que Laínez, novio de la muerte, conocía.
En 1917, Picasso pintó El Paseo de Colón. El lienzo ofrece una vista cubista desde una de las habitaciones del Hotel Ranzini tras cuyo balcón se ve la bandera bicolor española, con la estatua de Colón al fondo. Cien años después, los mismos colores que han llevado a Laínez a la tumba, cubrieron las calles de Barcelona en la multitudinaria manifestación del 8 de octubre de 2017, mostrando hasta qué punto la nación se resiste a ser aniquilada, ya sea en la oscuridad de la noche ya en la cálida atmósfera de los hemiciclos.
Iván Vélez es filósofo y autor, entre otros, de Sobre la Leyenda Negra (Encuentro, 2014) y El mito de Cortés (Encuentro, 2016).