José Antonio Zarzalejos, LA VANGUARDIA, 23/9/12
Una declaración unilateral de estatalidad de Catalunya es inasumible para España y para la UE
«La independencia de Catalunya es casi imposible», según Jordi Pujol. El carismático expresident de la Generalitat, aunque la desea, sabe que la secesión se enfrenta a una España que, en crisis y con un problema secular de identidad nacional, es una realidad edificada con muy sólidos contrafuertes. La derecha es empática en esta cuestión más allá del electorado del PP y la izquierda registra las mariposas jacobinas en su estómago, también más allá del PSOE. De tal forma que el primer contrafuerte ante la independencia catalana consiste en la convergencia política izquierda-derecha que viene reforzada por el tacticismo del PNV, al que el independentista catalán le incomoda porque lo entiende como una emulación hacia el concierto económico cuya morfología plantea dudas en la UE y sobre su sostenibilidad en el Estado.
El segundo contrafuerte es casi un trasunto del político: los medios de comunicación, sin práctica excepción fuera de Catalunya, se alinean -es lógico- en contra de las pretensiones independentistas, aunque algunos tiran del hilo federal para encontrar salida racional y más justa al laberinto territorial de España, en tanto otros se deslizan pendularmente hacia el Estado centralizado. Este contrafuerte, sin embargo, no siempre se comporta como tal porque determinados medios tienden al tremendismo (apelan a los artículos 8 y 155 de la Constitución), y retroalimentan así lo que combaten. Los dos grandes partidos españoles van a apiñarse en torno a la revisión en esta legislatura de la financiación autonómica en la que se insertará el debate sobre Catalunya, dando por supuesto que una declaración unilateral de estatalidad por el Parlament resultaría inasumible para España y para la UE.
El mundo económico-financiero y empresarial, aunque en parte discreto y siempre temeroso a una sobreexposición pública, ni entiende el momento de la reivindicación catalana, ni comparte en el fondo la reclamación independentista, aunque propugna una mejoría técnica y cuantitativa de la financiación de Catalunya. Los gestores de las empresas del Ibex 35 y el Consejo Empresarial de la Competitividad, con alguna excepción más bien silente, se han pronunciado entre bambalinas por el statu quo actual a la espera de un veredicto democrático-electoral que les permita visualizar con aritmética la correlación de fuerzas en Catalunya. La declaración de Juan Rosell, el viernes, presidente de la CEOE fue ortopédica y apostó por la equidistancia con sesgo reformista y por «la cabeza fría».
La irrupción del Rey en este delicado debate en un formato impropio (un comunicado en la web de su Casa) y con un lenguaje inadecuado («perseguir quimeras») no obsta a la trascendencia política de la iniciativa del Monarca, que estaría ajustada a la moderación y arbitraje institucional que la Constitución le atribuye pero que ha de implementarse con un perfil bajísimo: el de Alberto II, rey de los belgas, que evitó hace unos meses la ruptura entre valones y flamencos. La necesidad de la Corona de rehabilitarse tras unos episodios de su titular severamente criticados por la ciudadanía ha trastabillado la oportunidad interventora de Don Juan Carlos. Pero el Rey sigue siendo una referencia potentísima. Y más, en este asunto.
La inserción de España en la Unión Europea y en el euro es la última ratio contra el secesionismo: una Catalunya independiente quedaría fuera de la UE y del euro y su integración al albur de una decisión unánime de los actuales estados miembros, entre ellos, la eventual España demediada. Este es el contrafuerte español de mayor capacidad disuasoria para una Catalunya de vocación europea y, en el supuesto extremo de secesión provocaría un traumatismo catalán que se uniría al último contrafuerte español: los ciudadanos de Catalunya que no quieren dejar de ser españoles y mantienen su doble identidad, que los hay y son muchos.
Esto expuesto, hay un elemento de la catalanidad que no termina de comprenderse: el sentimental. Así lo explicitaba Cambó en su Por la concordia: «En Catalunya el separatismo es más un sentimiento que una convicción, y es, esencialmente, un sentimiento reflejo». Y advertía: «Recuérdese que el separatismo doctrinario nació en momentos de exasperación y escepticismo». Ante este diagnóstico tan certero y auténtico, los argumentos económicos y los jurídicos -los catalanes independentistas ya saben que la independencia no sería un negocio precisamente-, aunque han de manejarse, no deben conducir a error porque nos estamos moviendo en el terreno de lo intangible. Y ante el turbión emocional de la identidad incomprendida, determinadas razones suenan a coartadas o a excusas. Aunque no lo sean.
El PP ganará en Galicia
Pese a que Mario Conde pueda rebañar unas decenas de miles de votos a los populares, Feijóo está en condiciones de ganar por mayoría absoluta las elecciones gallegas. No sólo porque las encuestas así lo predicen –y coinciden varias– sino porque el desplome del socialismo galaico es absoluto tras la detención del alcalde socialista de Ourense por presuntos delitos de corrupción. Los nacionalistas han sido incapaces de reagruparse y la cuestión catalana favorece allí un discurso grato al PP y a su amplio electorado. Rajoy salvará la cara el 21 de octubre en su tierra aunque, si las cosas no mejoran, no ocurrirá lo mismo en Euskadi. Los conservadores vascos considerarían un éxito mantener sus trece escaños. Los sondeos se los niegan.
Empellones para el rescate
Francisco González dio el jueves una de cal y otra de arena. Por una parte, urgió a Rajoy a pedir una “línea preventiva de crédito” (eufemismo: es un rescate); por otra, entreabrió la puerta para que el BBVA tome parte del capital de la sociedad de activos tóxicos, a lo que de momento se resisten los demás bancos sanos. González pasa por ser “el banquero del PP”, aunque luego es Emilio Botín el que en los momentos clave está en la brecha. Lo cierto es que los grupos de interés del Gobierno y del PP –ahora desafectos– piden a Rajoy que mueva ficha. Justo lo que al presidente no le gusta. Siempre quiere que lo hagan los otros. Ocurre que el quietismo sirve para unas cosas, pero es estéril para otras. Por ejemplo: para gobernar.
José Antonio Zarzalejos, LA VANGUARDIA, 23/9/12